domingo, 29 de noviembre de 2009

Homilia del Papa para El Adviento

Queridos hermanos y hermanas:

Con esta celebración vespertina entramos en el tiempo litúrgico de
Adviento. En la lectura bíblica que acabamos de escuchar, tomada de la Primera Carta
a los Tesalonicenses, el apóstol Pablo nos invita a preparar la «Venida
de nuestro Señor Jesucristo» (5,23), conservándonos irreprochables, con
la gracia de Dios. Pablo utiliza la palabra ‘venida’ - en latín
‘adventus’ – de la que proviene ‘Adviento’.

Reflexionemos brevemente sobre el significado de esta palabra que puede traducirse con ‘presencia’, ‘llegada’, ‘venida. En el lenguaje del mundo antiguo
era un término técnico empleado para indicar la llegada de un
funcionario, la visita del rey o del emperador a una provincia. Pero
podía indicar también la venida de la divinidad, que sale de su
escondimiento para manifestarse con potencia, o que se celebra presente
en el culto. Los cristianos adoptaron la palabra ‘adviento’ para
expresar su relación con Jesucristo: Jesús es el Rey, entrado a esta
pobre ‘provincia’, denominada tierra para visitar a todos; en la fiesta
de su adviento hace que participen cuantos creen en Él, cuantos creen
en su presencia en la asamblea litúrgica. Con la palabra adventus se
quería decir sustancialmente: Dios está aquí, no se ha retirado del
mundo, no nos ha dejado solos. Aunque no lo podamos ver y tocar, como
sucede con las realidades sensibles, Él está aquí y viene a visitarnos
de múltiples formas.

El significado de la expresión ‘adviento’ comprende, por lo tanto, también
el de ‘visitatio’, que quiere decir simple y propiamente ‘visita’. En
este caso, se trata de una visita de Dios: Él entra en mi vida y quiere
dirigirse a mí. Todos experimentamos, en la existencia cotidiana, tener
poco tiempo para el Señor y poco tiempo también para nosotros. Se acaba
siendo absorbidos por el ‘quehacer’. ¿Acaso no es verdad que, a menudo,
es precisamente la actividad la que nos posee, la sociedad con sus
múltiples intereses la que monopoliza nuestra atención? ¿Acaso no es
verdad que se dedica mucho tiempo a la diversión y a varios tipos de
distracciones? A veces las cosas nos “atropellan”. El Adviento, este
tiempo litúrgico fuerte que estamos comenzando, nos invita a detenernos
en silencio para percibir una presencia. Es una invitación a comprender
que cada una de las vivencias del día son señales que Dios nos dirige,
signos de la atención que tiene para con cada uno de nosotros ¡Cuán a
menudo Dios nos hace percibir algo de su amor! Mantener, por decir así,
un “diario interior” de este amor sería una tarea bella y saludable
para nuestra vida! El Adviento nos invita e impulsa a contemplar al
Señor presente. La certeza de su presencia ¿no debería ayudarnos a ver
el mundo con ojos distintos? ¿No debería ayudarnos a considerar toda
nuestra existencia como “visita”, como un modo en el que Él puede venir
a nosotros y acercarse a nosotros, en toda situación?

Otro elemento fundamental del Adviento es la espera, espera que es, al mismo
tiempo esperanza. El Adviento nos impulsa a comprender el sentido del
tiempo y de la historia como “kairós”, como ocasión favorable para
nuestra salvación. Jesús ha explicado esta realidad misteriosa en
muchas parábolas: en la narración de los siervos invitados a esperar el
regreso del amo; en la parábola de las vírgenes que esperan al esposo;
o en las de la siembra y de la cosecha. El hombre, en su vida, está en
espera constante: cuando es niño quiere crecer; siendo adulto tiende a
la realización y al éxito y, avanzando en la edad, anhela el merecido
descanso. Pero llega el tiempo en el que descubre que ha esperado
demasiado poco si, más allá de su profesión o de su posición social, no
le queda nada más por esperar. La esperanza marca el camino de la
humanidad, pero para los cristianos está animada por una certeza: el
Señor está presente en el transcurso de nuestra vida, nos acompaña y un
día enjugará también nuestras lágrimas. Un día, no lejano, todo
encontrará su cumplimiento en el Reino de Dios, Reino de justicia y de
paz.

Pero hay formas muy distintas de esperar. Si el tiempo no se llena con un
presente que tenga sentido, la espera corre el riesgo de volverse
insoportable; si se espera algo, pero en este momento no hay nada - es
decir si el presente se queda vacío – cada instante que pasa parece
exageradamente largo, y la espera se transforma en un peso demasiado
grave, porque el futuro queda totalmente en la incertidumbre. Sin
embargo, cuando el tiempo está dotado de sentido, y en cada instante
percibimos algo específico y válido, entonces la alegría de la espera
hace que el presente sea más precioso. Queridos hermanos y hermanas,
vivamos intensamente el presente donde ya nos llegan los dones del
Señor, vivámoslo proyectados hacia el futuro, un futuro cargado de
esperanza. El Adviento cristiano se vuelve, de este modo, ocasión para
volver a despertar en nosotros el sentido verdadero de la espera,
volviendo al corazón de nuestra fe, que es el misterio de Cristo, el
Mesías esperado durante largos siglos y nacido en la pobreza de Belén.
Viniendo entre nosotros, nos ha brindado y sigue ofreciéndonos el don
de su amor y de su salvación. Presente entre nosotros, nos habla de
múltiples modos: en la Sagrada Escritura,
en el año litúrgico, en los santos, en las vivencias de la vida
cotidiana, en toda la creación, que cambia aspecto, según esté Él
detrás de ella, o si queda ensombrecida por la niebla de un origen
incierto o de un futuro incierto futuro. Por parte nuestra, también
nosotros podemos dirigirle la palabra, presentarle los sufrimientos que
nos afligen, nuestra impaciencia, las preguntas que brotan de nuestro
corazón ¡Estemos seguros de que nos escucha siempre! Y si Jesús está
presente, ya no existe ningún tiempo sin sentido y vacío. Si Él está
presente, podemos seguir esperando, aún cuando los demás ya no pueden
asegurarnos ningún apoyo, aún cuando el presente se vuelve fatigoso.

Queridos amigos, el Adviento es el tiempo de la presencia y de la espera de lo
eterno. Precisamente por esta razón es, en especial, el tiempo de la
alegría, de una alegría interiorizada, que ningún sufrimiento puede
cancelar. La alegría por el hecho de que Dios se ha hecho niño. Esta
alegría, invisiblemente presente en nosotros, nos alienta a caminar
confiados. Modelo y sostén de este íntimo gozo es la Virgen María,
por medio de la cual nos ha sido donado el Niño Jesús. Que Ella, fiel
discípula de su Hijo, nos obtenga la gracia de vivir este tiempo
litúrgico vigilantes y activos en la espera ¡Amén!

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