miércoles, 6 de octubre de 2010

¿Presumir de las propias debilidades?

La debilidad, puesta delante de Cristo, puede convertirse en un vale para pedir ayuda al Médico, que vino no para los justos, sino para los pecadores.

El mundo moderno, en sus muchas contradicciones, exalta la transgresión y la disciplina, la suciedad y la limpieza, la desproporción y los cánones estéticos.

Por eso, no es difícil encontrar a quienes presumen de sus infidelidades, de sus trampas, de sus flaquezas, como si se tratasen de trofeos gloriosos. Al mismo tiempo, otros buscan desesperadamente ocultar los errores del pasado y aparecer como impecables, coherentes, buenos.

En medio de esas contradicciones, sorprende leer las palabras de san Pablo: “Por tanto, con sumo gusto seguiré gloriándome sobre todo en mis flaquezas, para que habite en mí la fuerza de Cristo” (2Cor 12,9).

Estamos ante una de las paradojas cristianas. Cristo, es verdad, no duda en exigir la máxima perfección, la misma que se encuentra en su Padre: “Vosotros, pues, sed perfectos como es perfecto vuestro Padre celestial” (Mt 5,48). Pero al mismo tiempo acoge y convive, come y pasea con los pecadores, los proscritos, los fracasados, los sucios, los que reciben el desprecio de los cumplidores de la Ley (cf. Mc 2,15-17), y los invita a la conversión.

Cada bautizado sabe en qué flaquea, dónde están sus debilidades. Unos sienten el peso de la carne, de las pasiones bajas que amenazan continuamente con embrutecernos. Otros descubren en su corazón envidias que carcomen, que dañan las relaciones en la familia o con los amigos. Otros sienten la atracción fatal de las riquezas y de los bienes materiales, hasta el punto de estar dispuestos a dejar de lado la integridad ética para esclavizarse ante el ídolo del dinero. Otros albergan deseos de poder y de grandeza: su debilidad les lleva a depender de aplausos fáciles y de triunfos que encandilan y engañan.

Si nos miramos en el espejo, descubrimos las propias debilidades, esas que nos avergüenzan, que nos duelen, que nos arrastran, que nos encadenan. ¿Es posible presumir de ellas? ¿No son más bien heridas que buscamos afanosamente ocultar ante los ojos ajenos y ante nuestra propia mirada?

San Pablo nos sorprende, pero sus palabras tienen sentido. Porque la debilidad, puesta delante de Cristo, puede convertirse, si la acompañamos con el arrepentimiento, en un vale legítimo para pedir ayuda, para suplicar misericordia, para abrirse al Médico que vino no para los justos, sino para los pecadores.

Al confesar mi pecado, al denunciar mis debilidades, reconozco, con valentía y humildad, lo poco que puedo sin Dios, y lo mucho que puede realizar Dios cuando un corazón suplica, como el pecador en el último rincón del templo: “¡Oh Dios! ¡Ten compasión de mí, que soy pecador!” (Lc 18,13).

P. Fernando Pascual
catholic.net

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