sábado, 9 de julio de 2011

Dios como Experiencia‏

Dios es imposible de describir, porque es, ante todo, el sentimiento de una Presencia.

I. Tus Preguntas sobre Dios.

Dios como experiencia

Paso por encima de este Dios nocivo o perverso que, a veces, nos presentan las ciencias humanas, al estudiar la genealogía de la religión o de la moral. Parece que este no es tu problema, o al menos yo no he recibido ninguna pregunta sobre ello.

Abordamos, en cambio, el problema de la experiencia de Dios, sobre el que hayal menos un centenar de preguntas.
Al clasificar mis papeles, se descubren claramente tus seis preguntas principales:
¿Tiene sentido la vida? ¿Cómo ha hecho para creer? ¿Es necesario creer para ser feliz y generoso? ¿Cómo se reza? ¿No sois una secta?
Una vez más, pido a María que me ayude a alimentarte como aun hijo o a una hija..., y vuelvo a mi máquina de escribir.

¿Tiene sentido la vida?

Sobre este punto tus preguntas son abundantes, inquietas y, a veces, nerviosas. Como este desafío: « y si a mi me gusta destruir mi alma, ¿qué le importa a usted?»

Mucho, porque te quiero, comparto tu herida y te confío a Jesús. Tomo en serio no las palabras de la pregunta, sino el sufrimiento que esconden. Escríbeme, te contestaré.
Otras veces, las preguntas manifiestan dolor y desesperanza:

«Después de la muerte de mi madre, desapareció mi última razón de vivir. ¡Todas vuestras palabras juntas no son capaces de hacer revivir a alguien! »
-¿Vale la pena vivir cuando se sabe que hay que morir? »
-¿Para qué sirve y qué aporta »
Otros se contentan simplemente con preguntar
«¿Por qué se existe?»
Otros precisan un poco más sus preguntas:
«La vida es demasiado corta: ¿se puede ser feliz»?
-¿Cómo hacerse amar en la sociedad en la que vivimos? »
-¿Qué es la felicidad? »
-¿Dónde siente la gente mayor necesidad de amor?¿En las prisiones, en los hospitales...?»

Para serte franco, amigo, todos estos gritos me cuestionan en profundidad, aunque no sean los míos propios. Evidentemente, no soy perfecto, ni de mármol y no siempre las cosas me han salido bien en la vida. Pero a pesar de la guerra y de la postguerra, la juventud de mi tiempo vivía con otra actitud, aunque Sartre, Camus y Anouilh enarbolaban la bandera de la náusea, del sentido del absurdo y del ensimismamiento. Estuve, por supuesto, en contacto con esta literatura, pero, para mí, había también en esa época pensadores más excitantes como Emmanuel Mounier. Y el espíritu misionero y evangelizador estaba en su punto culminante. Entonces no se hablaba de «heridas», práctica habitual en nuestros días. Ciertamente se recibían golpes, como los de hoy, pero se reaccionaba y no se pasaba la vida lamentándose o curándose las heridas. Y que conste que no te digo esto para provocarte, sino para hacerte comprender que tu problema no es el mío, aunque lo asuma como tal por simpatía.

Intento comprender la causa de tus inquietudes y descubro varias. Los jóvenes, lógicamente, sois más frágiles que los mayores y tenéis una conciencia menos formada y constantemente agredida por los medios de comunicación. Tenéis menos convicciones que hace unos veinte años, aunque algunos anuncian, no sé si para alegrarse o para lamentarse, «la vuelta de las certezas».

Pero, ¿cuáles? Vuestra formación cultural comporta grandes lagunas, sobre todo en historia, y, sin conciencia histórica, flotáis a la deriva en nuestra época. El mundo es duro y, para hacerse un sitio al sol, hay que luchar y competir duramente. Los medios de comunicación nos bombardean constantemente con todas las desgracias del mundo: en nuestras pantallas la catástrofe es casi cotidiana. La familia atraviesa una crisis inquietante; la Iglesia sufre una fuerte contestación interna, y la fe se desinfla en numerosos sectores, aunque renazca en otros. En definitiva, la sociedad y su trampa consumista nos cerca por todas partes.

No quiero tranquilizarte ni asustarte, pero tampoco voy a decirte aquello de: «cree en Dios y todo se arreglará». ¡Dios no es una pócima mágica para un Asterix espiritual! Lo que tienes que hacer, sin que esto signifique separar lo humano de lo divino, es desarrollar en ti el hombre ante todo y por todos los medios. Ya sé que es muy fácil de decir, pero no se me ocurre otra cosa.

El gusto por la vida no se consigue drogándose de televisión y cultivando el aburrimiento. Al contrario, está en función de las cualidades humanas de la persona, de su regla de vida, de su sentido de la responsabilidad, de sus ganas de trabajar, de su espíritu de servicio, de su fidelidad a sus promesas y compromisos, y de su amor hacia los demás. El Evangelio no te regala todo esto de golpe y porrazo, más bien lo exige, aunque te ayude a conseguirlo.

Por otra parte, la felicidad no estriba en una vida ideal, sin fracasos y sin luchas. No hagas caso de la publicidad comercial que te propone continuamente imágenes y modelos débiles, al estilo de playa de Tahití con cocoteros, mar azul, bella muchacha y un joven que hace surf mientras la mira. La felicidad no está en el turismo paradisíaco, ni en la molicie prolongada, ni en las sensaciones fuertes en un país extranjero. La felicidad es compatible con la lucha diaria que comienza todos los días al levantarse. Para mí, la felicidad consiste en no tener que plantearse nunca la cuestión de la felicidad, vivir sin palparse nunca el pulso, hacer cotidianamente lo que hay que hacer, esperando en un mañana mejor. Eso es todo.
Me preguntas si «la droga y la depresión se pueden arreglar con la fe». A veces sí, pero hay que luchar y plantarles cara, en vez de dejarse llevar. Replicas: «¿no es algo demasiado fácil pedir la solución a Dios?». Si no se hace nada por encontrarla, acogerla y vivirla, ciertamente. Además, estate seguro de que, en este caso, no pasará nada.

Dicho esto, creo con todo mi corazón que la fe en Jesús multiplica tus razones para vivir. Ante todo, porque te hace descubrir el Amor fundamental, el Amor indefectible, el Amor que soluciona cualquier dificultad del pasado, de tu familia, de tu ambiente, de tus tentaciones, tu pecado, tus desánimos y decepciones. Ahora bien, la fe no es una pastilla que se toma y actúa sin que tú hagas nada. La fe se mantiene con la caridad, se construye con la lucha y se alimenta con la oración. Además, el Evangelio no sólo cura las depresiones; calma también las cóleras, frenas las impaciencias y reduce el orgullo. La fe es, a la vez, fuerza y dulzura.

Sin embargo, al decirte todo esto, estoy inquieto y temo que conviertas a Dios en tu servidor, al que utilizas a tu antojo, y que lo coloques al servicio de tus intereses personales. Sería el mundo al revés, es decir la idolatría. Tienes que darle la vuelta a la tortilla. Dios no puede ser tu Dios, sino que tú tienes que ser su discípulo. Él tiene que entrar en tu casa por la puerta grande (Salmo 24,7-10), no por la puerta de servicio. Este es el error de determinados métodos psicológico-religiosos: someter a Dios a los deseos del yo, con el riesgo de promover una religión huérfana de adoración y en la que el crucificado queda reducido aun ser traumatizante. Un retiro espiritual no es una cura psicológica. Busca, ante todo, el Reino de Dios, y todo lo demás se te dará por añadidura (Mateo 6,33). De lo contrario, después de haber gemido por tu herida, celebrarás tu curación, pero sin haberte encontrado con Jesús ni antes ni después. Huye de este narcisismo religioso como de la peste, pues te hará confundir la oración con la auto degustación de tu euforia psicosomática. ¡No es así como invocaba Jesús al Padre en Getsemaní o en la Cruz! Dios es el Otro (Juan 21,18). La oración no consiste en concentrarte, sino en descentrarte. Preguntas, con sentido del humor, si Dios tiene defectos. Y te contesto en la misma clave: «sí, suele llevar la contraria». Pero es así como construye tu verdadero yo. Los santos, empezando por María, son los que han entendido esto. María nunca fue tan ella misma como cuando fue del Otro.

¿Qué hay que hacer para creer?

¿Cuál es el camino que conduce a la fe? Sobre este asunto encuentro muchas preguntas: algunas pintorescas y casi todas conmovedoras.

¿La debilidad de creer o la felicidad de creer?

Amigo, en tu corazón se esconden juntos los pros y los contras. Algunas de tus preguntas muestran tu temor ante la ilusión del cristianismo, sin que ello quiera decir que te hayas quedado anclado en él.

«¿Dios es la última esperanza, cuando se han perdido todas las demás?
-¿No le parece que creer es una debilidad?
-Nos refugiamos en la religión como otros en la droga o en el alcohol.
-Creer es encontrar una razón de vivir, cueste lo que cueste.
-Creemos por miedo a la muerte.
-Cuando dice que Dios le habla, ¿está seguro de no estar hablando consigo mismo?
-La fe, ¿no es algo subjetivo? Cuando rezo, tengo la impresión de estar hablando conmigo mismo.
-La fe cambia según nuestro estado de ánimo»

A través de tus preguntas, muestras dos temores. Tienes miedo de los espejismos, como si tu sed te hiciese inventar una fuente inexistente; y también tienes miedo de ser un cobarde, como si la fe te hiciese recurrir a un doping o aun narcótico. Y tú no quieres ser ni un ingenuo ni viajar por las nubes. ¡Eso te honra! ¡Bravo! Pero créeme, con Jesucristo no te arriesgas a nada de eso. Lejos de mantener ilusiones, el Evangelio las disuelve y de una manera ruda. Piensa en el joven rico, ese simpático globo que el Señor hizo estallar con tres alfilerazos. Me haces pensar en la gente que dice que, para entrar en un convento, es necesario haber sufrido una gran decepción sentimental, a la que se intenta ahogar en la mística. Pregúntaselo a un maestro o a una maestra de novicias. Primero, se reirá un poco y, con delicadeza, te dirá después que, con una motivación así, no sólo no se aguantaría mucho tiempo, sino que ni siquiera se sería admitido/a en la vida religiosa...

Yo, que soy cristiano sencillo, constato que Cristo no ha entrado en mi juego (también es cierto que no le impuse ninguno y simplemente me ofrecí a su servicio). Me ha conducido por caminos que ni podía imaginar y me ha colmado, desconcertándome. En mi vocación, no hubo fumadero de opio, ni sueños heroicos, sino una vida recibida del Otro momento a momento, y la certeza de haber encontrado mi verdadera personalidad penetrando cada día en lo insospechable. La fe nunca me ha adormecido; al contrario, la he vivido siempre muy despierto, con los pies en el suelo y una brizna de humor y de alegría. Puedes creerme. Y no soy el único que ha tenido esta experiencia. Me están entrando ganas de devolverte tu interrogante y preguntarte si tú, que tienes miedo a creer, no temes, más que a la ilusión, a una realidad infinitamente peligrosa: ¡ese brasero al que no quieres acercarte porque haría una buena limpieza en tu corazón atiborrado! Amigo mío, tienes que intentarlo...

Por otra parte, tu curiosidad supera tus reticencias. De ahí tus preguntas:

« ¿Cómo es posible pasar de la in creencia a la creencia de golpe?
-¿Es como un flechazo?
-¿Cómo se manifiesta Dios en su vida?
-¿Qué se puede hacer para cambiar?
-¿Hay que hacer cosas excepcionales para encontrar a Dios?
-¿Cómo se siente la presencia de Dios la primera vez?
-¿Cuál ha sido el momento en el que ha sentido a Dios más presente en su vida?
-¿Cuál es la edad ideal para ser como usted?
¿Por qué Dios aparece claramente en usted y no en nosotros que, sin embargo, le deseamos?
-¿Por qué Dios no se manifiesta a todos, dado que nos quiere a todos por igual?
-Llamé a Dios y no me respondió. ¿Por qué?
-¿Por qué usted siente a Dios y nosotros no?
-Usted ha logrado el privilegio de encontrar a Dios. ¿Cómo lo siente sin verle?
-¿Qué le pasó?
-¿Cómo darse cuenta que Dios existe y que nos ama?
-Dices que Dios es tu amigo. ¿También es mi amigo?
-¿Se puede aprender a amar a Dios?
-¿Se puede pasar toda una vida esperando el milagro de la fe?»

Todas estas preguntas me afectan y me emocionan más de lo que crees, porque detrás de ellas veo corazones sedientos, como los de los convertidos, y sin saciar. Siento el jadeo de estos jóvenes en busca de oxígeno, que no encontraron en la Iglesia la vida espiritual que buscaban. Escuchad me bien.

La fe, un don bajo múltiples formas

Sí, amigo, la fe en Cristo es un don del Padre. «Nadie puede acercarse a mí, dice Jesús, si el Padre que me envió, no le atrae» (Juan 6,44). San Agustín comentó de una manera admirable este versículo, mostrando que esta atracción funciona como una verdadera voluntad del espíritu... Pero no pidas cuentas a Dios sobre su modo de tocar el corazón humano. A veces, utiliza el itinerario normal de la formación cristiana, llenando el momento clave de ese proceso de una efusión del Espíritu Santo que proporciona una verdadera conversión en el mismo interior de la fe. Otras veces se sirve de las circunstancias, introduciéndose en la cadena de los hechos que dependen del más puro azar. Pienso, por ejemplo, en Paul Baudet, abogado de Jacques Fesch, que encontró la fe porque una agencia de viajes se equivocó y le dio pasaje en un barco en el que se encontraban varios centenares de estudiantes parisinos con destino a Tierra Santa. Dios se sirve también del testimonio de los creyentes y de su valentía misionera, que Juan Pablo II no cesa de alentar. Pero también es capaz de irrumpir en un alma sin preparación alguna y cuando menos se lo espera, como lo atestiguan los relatos de los convertidos. Y no es que Dios actúe así para burlarse de los demás hombres, sino para mostrar la «energía» que se desprende de su Palabra, y, quizá también, porque a hombres como Paul Claudel, André Frossard y André Levet los necesita para encomendarles una misión especial.

Tranquilízate, amigo mío. Yo siempre he sido cristiano, cosa que agradezco profundamente a mis padres, y nunca tuve una revelación especial; sin embargo, a lo largo de mi carrera sacerdotal, he conocido sorprendentes intervenciones del Espíritu. Porque la gracia no se contenta con mantener limpio el corazón del bautizado, sino que no cesa de crear cosas nuevas en él.
Así pues, trata de encontrar tu itinerario personal sin envidiar el del vecino. Lee testimonios de jóvenes como tú, y, sobre todo, reza, reza sin cansarte. Y después, pon los medios adecuados para encontrarte con el Señor y descubrir sus signos. A ello te ayudarán sobremanera los grupos de oración, de profundización de la fe o de evangelización.

También puedes acercarte a un monasterio, no para descubrir emociones especiales, sino para dejarte ayudar por esa parábola viviente que son los monjes, y para empaparte de su liturgia. Asimila todo esto en el silencio de la soledad o con los demás. Dios no dejará sin respuesta tu oración. Lo prometió. Pero muévete un poco y decídete. Arriésgate, avanza. No te quedes quieto con la boca abierta esperando un milagro. Practica la dirección espiritual. Recurre al sacramento del perdón. Comulga. Adora al Santísimo Sacramento y suplica al Dios que desea que le ames.
«¿Tengo derecho a exigir un signo a Dios para creer, o tengo que conformarme con pedírselo simplemente?», preguntas. En tu frase adivino, amigo mío, tu búsqueda impaciente y tu oración que roza el umbral del desafío. Yo te aconsejaría que suprimieras el verbo «exigir», porque está escrito: «no tentarás al Señor tu Dios», no le provocarás, no intentarás sacarle por intimidación lo que Él quiere regalarte. En ese caso, no descubrirías realmente la fe, que es acogida de un Amor esencialmente gratuita.

Además, exigiendo, te contradirías: te impedirías creer a ti mismo, pues pretenderías verificar a Dios sin tener que esperarle ni recibirle. Sin embargo, tienes todo el derecho de pedirle un signo, como lo hizo Gedeón en dos ocasiones, y de una forma un tanto grosera (Jueces 6,36-40)... Pero no intentes provocar el signo de una forma automática, porque caerías en el mundo de la ilusión, yeso es peligroso. No pidas grandes cosas. ¡Las pequeñas son tan bonitas y llegaron al fondo de nuestro corazón! Si es posible, no presentes siquiera c proposiciones precisas al Señor. Abandónate a lo que Él quiera. Así pues, no espíes a Dios ni le esperes con ansiedad, como se espera al cartero. Reza y vive con calma. Ya sé que, estando en la cárcel, André Levet tuvo la osadía de concertar una cita con Cristo ya una hora exacta: las dos de la mañana..., y el Señor se presentó, porque conocía el corazón profundo de este gran hombre. Pero, seguramente, éste no será tu itinerario. No seas celoso y espera lo que Dios te tiene reservado a ti solo.
A menudo me preguntas qué siente un converso, y con razón. Tienes que saber que la irrupción de Dios es imposible de describir, porque es, ante todo, el sentimiento de una Presencia. «De pronto, mi Dios es Alguien», exclama el joven Claudel, que no había ido a Nôtre Dame a rezar, sino a buscar inspiración literaria. En su cárcel, Jacques Fesch había conseguido ya eliminar las dificultades para creer, pero todavía no era capaz de rezar, aunque Dios le parecía cada vez más plausible. La noticia de una traición arrancará un grito de su pecho: «¡Dios mío!» «Al instante, escribe, me envolvió el Espíritu del Señor, como un viento violento que pasa sin saber muy bien de dónde procede. Se trata de una impresión de fuerza infinita y de dulzura que no se podría soportar mucho tiempo. Y, a partir de ese instante, creí con una convicción inalterable que nunca me ha abandonado.» Es curioso comprobar cómo la infidelidad de un ser querido le hizo descubrir la fidelidad absoluta de Dios.

Por último, todos los conversos dan testimonio de una misma experiencia fundamental: una Presencia que provoca la mezcla de dos sentimientos tan opuestos como la fuerza y la dulzura. En ciertos momentos de mi vida, también yo sentí esta curiosa mezcla de poder y suavidad, de atrevimiento y de ternura, sentimientos que han impregnado toda mi vida, aunque de una manera menos conmovedora. Como dice Jacques Fesch, la efusión del Espíritu no podría aguantarse durante mucho tiempo. De la misma María nos dice el Evangelio: «y el ángel la dejó» (Lucas 1,38). La Asunción es, pues, un acontecimiento limitado en el tiempo, aunque la gracia recibida permanece: la Virgen tiene que volver a su cocina. Entonces, la extraordinaria alegría se convierte en una paz plácida o incluso austera. «Caridad, alegría, paz....» (Gálatas 5,22).

Entonces es cuando el cristiano debe efectuar un reajuste: acomodar el resto de la vida al paso de Dios, es decir, convertir también las costumbres y las ideas. Claudel nos dice que empleó cuatro años en repudiar por completo las razones de su increencia, que seguían intactas después de su conversión. Jacques Fesch tuvo el mismo problema, pero no tuvo tiempo de resolverlo, porque murió a los veintisiete años. Sentía en su interior «presencia, calor, luz, dulzura, gratuidad», pero sin poder refutar el ateísmo de su guardián comunista, lo cual no le impedía hacer apostolado, pero no discutiendo, sino de otra manera. Tal vez los conversos hayan escondido demasiado los debates posteriores a su conversión, dando la impresión de que Dios les ha dispensado de luchar. Escucha bien esto, amigo mío, que intentas remar en medio de las dificultades: la misma María debió crecer en su fe, porque no lo comprendió todo de golpe (Lucas 2,50), y, además, tuvo que vivir acontecimientos tremendamente dolorosos.

André Manaranche
Libro preguntas jóvenes a la vieja fe

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