viernes, 2 de septiembre de 2011

La Persona de Jesús

La Persona de Jesús

Sobre la persona de Jesús me voy a detener solamente en dos de tus preguntas: una que me parece muy... anticuada, y otra que está de rabiosa actualidad. La primera versa sobre la «impostura» de Jesús, la segunda sobre sus tentaciones (puestas de actualidad por la película de Scorzese).

¿Fue Jesús un impostor?

No sé, amigo mío, de dónde has sacado esta idea. Tal vez de un libro (¿cuál?), charlando con un camarada anticristiano, o simplemente dialogando contigo mismo. Vamos analizarla juntos con calma.

Opiniones sobre Jesús

Cuando el Hijo de Dios se encarnó entre nosotros, se encontró aprisionado entre dos gigantescos pares de tenazas que le oprimieron de muchas y diversas formas. El odio le manchó, la incredulidad le redujo, la herejía le mutiló, la curiosidad le violó, la impureza le manchó, la opinión y los medios de comunicación le banalizaron... Y el fervor le adoró. Este fue el riesgo que Jesús corrió con la Encarnación. ¡Ya ves que no ha regateado compromiso! ¡Toma ejemplo!

Hubo muchos enfrentamientos entre los judíos y los cristianos, pero sólo existió realmente un escrito judaico que denigró a Cristo más allá de los límites permitidos. Es el «Toledot Jesu», panfleto redactado en Alemania en los alrededores del siglo IX. Este libro atribuye el nacimiento de Jesús al adulterio de María, y justifica su condenación imputándole crímenes de herejía y magia. Casi me da vergüenza contarte todo esto, porque se trata de una historia muy antigua que hace avergonzar incluso a nuestros hermanos judíos (Al menos la mayoría, porque no hace mucho tiempo todavía escuché a un guía israelita recordar esta historia durante una peregrinación a Tierra Santa. ¡Pero esto no es más que un anticristianismo... primario!)

Tú eres joven e ignoras las peripecias de los últimos cincuenta años. Tienes que saber que, durante la gran persecución de Israel por el nazismo, la Iglesia, a pesar de todo, se puso de parte de estas víctimas y, ante el antisemitismo de Hitler, el Papa Pío XI se declaró un «semita espiritual». A partir de los años 30 se desarrollaron las relaciones judeo-cristianas, y el judaísmo intelectual comenzó a mirar a Jesús de una forma totalmente nueva, incluso admirativa, sin que dicho respeto llegue hasta la conversión masiva, naturalmente. Desde entonces, muchos historiadores judíos escribieron obras en las que mostraban sus simpatías hacia Cristo, aunque sólo fuese reconociéndole... uno de los suyos, tanto a nivel de pensamiento, como de espiritualidad, cultura y práctica religiosa. Hoy, esta evolución se ha confirmado tanto de una parte como de la otra, hasta el punto de provocar la emocionante visita de Juan Pablo II a la sinagoga de Roma. Últimamente, por un curioso cambio, son los antisemitas los que han recogido la antorcha del anticristianismo. Pero estas gentes, a menudo relacionadas con la extrema derecha, no han llegado a tachar de impostor a Jesús.

Insertándose en una larga tradición filosófica de siglos, tradición que recuerda el cardenal Lustiger en «La Elección de Dios», estos racionalistas afirman que Jesús no es más que un aventurero de ideas incendiarias e incoherentes, un profeta hirsuto de palabras revolucionarias capaces de desestabilizar el mundo, un charlatán incapaz de crear una obra sólida. Le reprochan también el haber nivelado la humanidad por abajo, tomando partido por los pobres y predicando el perdón de los enemigos; haber degradado y debilitado el carácter de ese hombre vigoroso que era el pagano, criticando a los jefes y a los emprendedores, y de haber hecho más frágil la conciencia, predicando la misericordia. Prefieren con mucho a San Pablo, que es, para ellos, el verdadero inventor del cristianismo. Y, por último, felicitan a la Iglesia católica de antaño, por haber contribuido a la construcción de Europa y al nacimiento de la industria, olvidando a Jesucristo. En cualquier caso, estas gentes ven en Jesús a un malhechor que a un impostor. ¡No compartirás tú su opinión...!

La luminosa figura de Jesús

Jesús, desembarazado de todas las leyendas inventadas por los evangelios apócrifos -es decir, los evangelios no reconocidos por la Iglesia (9: Gracias a nuestra querida Iglesia por haber barrido todas estas fábulas románticas o heréticas, para entregarnos al verdadero Jesús. Cuando se examinan estos textos, que datan del final del siglo II, se descubre todavía con mayor claridad la seriedad de nuestros Evangelios canónicos. La diferencia es apabullante. Desgraciadamente, todavía hoy hay gente que busca la fantasía para tapar los agujeros de la Escritura, sobre todo los de la infancia o la Pasión. ¡No ofendas al Espíritu acusándole de hacer mal su trabajo...!)-, es una figura absolutamente límpida. Rechaza en el desierto todos los tratos que Satanás le propone (Lucas 4,1-13). Predica su Evangelio con las manos desnudas, como sus Apóstoles (Hechos 3,6). Habla en público sin ocultarse ni esconderse, como hacen los truhanes (Marcos 14,48-49). Dice bien alto lo que piensa, sin parar mientes ante los poderosos (Mateo 23). Es capaz de descubrir las cáscaras de plátano que los hipócritas le colocan bajo los pies y de responder con sabiduría, sin dejarse engatusar por los cumplidos (Mateo 22,15-22). Domina las situaciones difíciles (Lucas 13,3 1 33) con más astucia que el astuto zorro. Quiere ayudar a la gente, pero sin hacerse partícipe de sus «componendas» (Lucas 12,13-15). Hace lo que tiene que hacer, sin precipitarse (Juan 11,6-10). Trata con cariño a los discípulos que ha elegido, aunque a menudo no le entiendan. Asume su soledad con dignidad (Marcos 10,32). Y, si seduce a las multitudes (Juan 7,12), no es con trucos comerciales para tontos, ni con promesas falsas, ni con sentimentalismos.

Con la gente es bueno, esencialmente bueno. Asume la defensa de la mujer adúltera con valentía, y planteando a los hipócritas la pregunta que les confunde (Juan 8,1-11). Es capaz de postular la mayor de las misericordias, pero sin por ello alentar el pecado (Lucas 15,11-32). No apaga la mecha humeante (Mateo 12,20). Rectifica el torpe gesto de una mujer enferma que toma su túnica por un talismán, y, sin vejarla, le muestra el poder de su fe (Mateo 15,21-28). Sabe hacer a Zaqueo (Lucas 19,1-10) y a la Samaritana (Juan 4) la propuesta que transformará toda su vida.

Pero es siempre absolutamente leal. No se aprovecha de la generosidad adolescente del joven rico para embarcarle de inmediato; al contrario, le pone a prueba, aun a riesgo de verle volver hacia su casa, a pesar de que le amaba (Marcos 10, 17-22). A los dos hijos del Zebedeo, que se han compinchado con su madre para que interceda por sus respectivas carreras ante el Maestro, les plantea la cuestión decisiva del cáliz que han de beber: así, las cosas quedarán claras (Mateo 19,20-23). Cuando la multitud le sigue, seducida por la multiplicación de los panes, no se aprovecha de la ocasión para ganar admiradores. Inesperadamente, les provoca hablándoles de una comida imperecedera, lo que terminará por desalentar a casi todos (Juan 26-27). En realidad, no tiene sentido alguno del marketing, para desesperación de sus Apóstoles. No, realmente no hay en El gesto alguno de impostura. Los suyos vivirán días difíciles, pero él ya les había prevenido (Juan 16,4).

Su doctrina es, a la vez, difícil y sencilla. Se expresa con imágenes claras, como en la admirable parábola del hijo pródigo. Lejos de planear por las alturas, es capaz de pensar en las necesidades elementales de la gente y de conmoverse ante la multitud hambrienta (Mateo 15-32). Resucita a la hija de Jairo y, ante el estupor general, está pendiente incluso de recordar a sus padres que le den de comer (Marcos 5,43). Es capaz de hablar del cielo y de abrazar a los niños.

Y, sin embargo, Jesús no es un coloso de mármol, inaccesible a la emoción: se estremece y llora ante la tumba de Lázaro (Juan 11,32-38), o ante la vista de su ciudad rebelde, Jerusalén (Lucas 19,41-44). Es vulnerable y fuerte a la vez. Cuando Pedro lo niega, acusa el golpe, pero aun así es capaz de volverse y de fijar en el Apóstol su penetrante mirada para hacerle sentir su cobardía (Lucas 22,61). Ciertamente no murió abatido, pero tampoco fue al Calvario como un héroe intrépido: llevó la cruz sin chulería; tuvo miedo a morir (Mateo 26,37). Su coraje no fue el de un «duro» que, para fingir serenidad, se muestra cínico, jovial o bromista. Sin embargo, en la vía dolorosa sacó fuerzas de flaqueza para consolar a las mujeres que lloraban por el (Lucas 23,26-32). Sus últimas palabras en la cruz son asombrosas. ¿Cómo puede un moribundo pensar todo eso y decirlo, incluso en un suspiro y entre dos gemidos?

De los milagros de Jesús ya te he hablado, al menos de una forma general. Te aconsejo que leas una y otra vez un libro magnífico sobre la cuestión de los milagros (10: «Milagros de Jesús y teología del milagro», Cerf Bellarmin, 1980. No es un libro fácil de leer de una tirada, pero puedes consultarlo sobre un determinado milagro. No conozco un libro mejor sobre la cuestión). En él cada relato evangélico es estudiado minuciosamente, y se percibe claramente la estupidez (el carácter no científico) de tantos intentos de demolición. En efecto, la tradición de los milagros evangélicos sería inexplicable si Jesús no fuese un «taumaturgo» (hacedor de cosas maravillosas). Los signos más incontestables son aquellos que más molestaron a los judíos: las curaciones hechas en sábado y los exorcismos. Todo ello nos es contado de la manera más sencilla, con detalles sorprendentes y en vivo. Ya te lo he dicho: Jesús nunca se presenta como un vendedor de feria; al contrario, realiza sus signos de una manera discreta e imperceptible. No intenta asombrar, sino demostrar que el Reino está presente. Algunos pretenden que determinados episodios han podido ser retocados después de la resurrección. Por ejemplo, el de Jesús marchando sobre las aguas (Marcos 6,45-52). Pero eso es algo imposible. En efecto, si bajo el influjo de la alegría pascual Los Once y sus discípulos hubieran retocado el acontecimiento, no hubieran escrito: «Y fue sobremanera mayor el asombro que les invadió, pues no habían comprendido aún el hecho de los panes y tenían embotada su inteligencia» (Versículos 51-52).

Por el contrario, en la euforia reencontrada, hubieran concluido: «Los Apóstoles estaban en el colmo de la alegría y llenos de reconocimiento cantaron: Aleluya.» Marcos cuenta, pues, la verdad más estricta sin maquillarla. ¡De hecho, en su Evangelio, no les regala nada a los Apóstoles, sobre todo a Pedro! Es evidente, sin embargo, que, después de Pascua, los cristianos daban al relato una significación más profunda: en la tempestad del lago ven ahora la imagen de las borrascas que azotan a la barca de la Iglesia, y piensan que el milagro va a repetirse muchas veces a lo largo de la Historia. Así pues, releían el relato, es decir lo veían con otros ojos, pero no por eso lo retocaban.

André Manaranche
Libro preguntas jóvenes a la vieja Fe

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