domingo, 29 de enero de 2012

Jesucristo manda, como Dios manda

Evangelio: Marcos 1, 21-28

En aquel tiempo, Jesús y sus discípulos entraron en Cafarnaún, y cuando el sábado siguiente fue a la Sinagoga a enseñar, se quedaron asombrados de su enseñanza, porque no enseñaba como los letrados, sino con autoridad. Estaba precisamente en la sinagoga un hombre que tenía un espíritu inmundo, y se puso a gritar: “¿Qué quieres de nosotros, Jesús Nazareno? ¿Has venido a acabar con nosotros? Sé quién eres: el Santo de Dios.”
Jesús le increpó: “Cállate y sal de él.” El espíritu inmundo lo retorció y, dando un grito muy fuerte, salió. Todos se preguntaron estupefactos: “¿Qué es esto? Este enseñar con autoridad es nuevo. Hasta los espíritus inmundos les manda y le obedecen.” Su fama se extendió enseguida por todas partes, alcanzando la comarca entera de Galilea.

JESÚS MANDA, COMO DIOS MANDA

Jesús es Dios, por eso habla con autoridad. Su Palabra es siempre una orden de expulsión del mal, del peligro, de la enfermedad y de la muerte. Su Palabra es siempre buena y hace el bien. Es siempre eficaz, esto es, cumple aquello que dice.

Antes del milagro que nos narra hoy el evangelista Marcos, en su enseñanza ya se manifestaban signos de autoridad. Porque está revelando la verdad, y la verdad tiene una fuerza impresionante. Se impone al hombre, el cual, para rechazarla, tiene que hacerse violencia a sí mismo, para terminar, desgraciadamente, haciendo tantas veces violencia a los demás. El rechazo de la verdad es el origen de todo pecado. El rechazo de la autoridad de Dios, convierte al hombre en un ser autoritario. La autoridad de Dios no es nunca autoritarismo, porque la ejerce para el bien del hombre. Jesús habla con autoridad y revelándonos la verdad, se muestra Siervo del hombre.

Y Redentor del hombre, puesto que con su autoridad, con su Palabra, libra al hombre de los lazos del mal. Lo libra de alguien que quisiera ser un ser con autoridad, pero se queda sólo en un ser autoritario y, por ello, mentiroso y cruel: el demonio.

El hombre que en el Evangelio de hoy acude hasta donde está Jesús no era un pobre loco o un pobre enfermo. Era, ciertamente, un hombre poseído por Satanás. El diálogo que mantiene con Jesús no tendría sentido si se tratara simplemente de un loco o un enfermo. Tampoco el demonio es simplemente una representación del mal, algo abstracto, sino un ser personal, puramente espiritual, porque es un ángel – ángel caído (Catecismo, nº 391 y 2851) – que odia a Dios y, por tanto odia también la creación de Dios, especialmente al hombre, hecho a su imagen y semejanza (Catecismo, nº 394)
Sin hablar del demonio, no se puede entender el Evangelio. Ignorar o negar su existencia es negar también la Palabra de Jesús, que de él nos habla y el Poder de Jesús que de él nos libra (Catecismo, nº 550).

Al demonio normalmente no se le ve, pero cada día estamos viendo – ¡y cómo! – sus obras. No se puede explicar tanto mal, y tan profundo, en el mundo sin la presencia operante de ese Maligno del que pedimos a Dios al final del Padrenuestro que nos libre. Sin embargo, la Palabra de Dios es Evangelio, o sea, buena noticia. La Palabra eficaz de Jesucristo nos libra del mal cuando, como aquél hombre, a Él acudimos. El Evangelio nos revela que Dios es quien manda, porque es Dios, infinito. Ni el mal ni el Maligno son infinitos.

Creer en Cristo, Dios y hombre verdadero, y seguirle no significa sólo que sus palabras nos han convencido, sino ante todo, que nos han curado, que nos han librado del poder del Maligno. Cierto es que esta liberación sólo llegará a ser plena en el Cielo y que mientras estamos en este mundo aún somos tentados y atraídos una y otra vez por las seducciones del mal. Pero vivimos con la esperanza cierta de que la última palabra, la autoridad verdadera, siempre la tiene Dios, Jesucristo Nuestro Señor.

P. Mario Ortega
En la barca de Pedro

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