domingo, 5 de agosto de 2012

Danos siempre de este Pan

Evangelio: Juan 6, 24- 35

En aquel tiempo, cuando la gente vio que no estaban allí ni Jesús ni sus discípulos, subieron a las barcas y fueron a Cafarnaún en busca de Jesús. Lo encontraron al otro lado del lago, y le dijeron: “Maestro, ¿cuándo has venido aquí?” Jesús les contestó: “Os aseguro que no me buscáis porque habéis visto milagros, sino porque habéis comido pan hasta hartaros. Procuraos no el alimento que pasa, sino el que dura para la vida eterna; el que os da el Hijo del hombre, a quien Dios Padre acreditó con su sello”.
Le preguntaron: “¿Qué tenemos que hacer para trabajar como Dios quiere?” Jesús les respondió: “Lo que Dios quiere que hagáis es que creáis en el que él ha enviado.” Le replicaron: “¿Qué milagros haces tú para que los veamos y creamos en ti? ¿Cuál es tu obra? Nuestros padres comieron el maná en el desierto, como está escrito: Les dio a comer pan del cielo».
Jesús les dijo: “Os aseguro que no fue Moisés quien os dio el pan del cielo; mi Padre es el que os da el verdadero pan del cielo. Porque el pan de Dios es el que baja del cielo y da la vida al mundo.”
Ellos le dijeron: “Señor, danos siempre de ese pan.” Jesús les dijo: “Yo soy el pan de la vida. El que viene a mí no tendrá hambre, y el que cree en mí no tendrá sed jamás.”

DANOS SIEMPRE DE ESTE PAN

Es innegable que el discurso del Pan de Vida (capítulo 6 de San Juan) que leemos durante estos domingos, es uno de las pruebas más claras de que todo el Antiguo Testamento apunta a Jesús, el Mesías prometido. Lo que parecía una liberación plena – aquella que el Pueblo de Israel experimentó al salir de Egipto – era, en realidad, la preparación para que comprendiésemos y acogiésemos todos al que viene a mostrarnos la verdadera Tierra prometida, que es la eternidad feliz con Dios.

Los signos divinos que sostuvieron milagrosamente al pueblo hebreo en su travesía por el desierto, eran eso, signos, que apuntaban más allá de lo que en aquellos lejanos siglos produjeron. Así, el maná, aquel misterioso pan llovido del Cielo que sirvió de alimento a los israelitas, era una preciosa imagen de lo que Jesús es para nosotros: Pan vivo, alimento verdadero y definitivo, pues sacia verdaderamente el hambre más profunda del hombre anticipándole ya la vida eterna.

Pero no, no son las explicaciones, en definitiva, las que nos van a hacer conocer el misterio de la Eucaristía. “Señor, danos siempre de ese pan”, dijeron aquellas gentes a Jesús. Es el deseo de recibir ese Pan el que nos lleva a vivir el encuentro con Dios. Dios, para revelarse no se queda en el “toma, lee” o “toma, escucha”, sino en el “toma y come”. El cristiano sabe que su relación con Dios no ha de ser superficial, sino muy íntima y personal. Por eso a esta relación a través de la Eucaristía le llamamos comunión.

Cuando al fin comemos después de haber sentido mucha hambre y debilidad, solemos decir “ahora estoy como nuevo”. El que participa en el Banquete de la Eucaristía, en la Misa, y lo hace con la preparación debida, podrá decir: “ahora soy nuevo”, según la imagen empleada por San Pablo en la segunda lectura.

El hombre nuevo es el que vive una vida nueva ya en este mundo. Vive con la alegría de saber que le espera la eternidad. Vive con la seguridad de tener a Dios como alimento cotidiano. Vive con las ganas de aprovechar esta vida, no de una manera egoísta y engañosa, como quien piensa que la felicidad sólo se encuentra en el placer, el poder o el poseer, sino que quiere dar su vida a los demás, como ha hecho Cristo, su Señor.

Y así, a través de la Eucaristía, a través de hombres y mujeres nutridos y renovados completamente por el Pan vivo, es como se podrá renovar auténticamente el mundo.

P. Mario Ortega
En la barca de Pedro

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