lunes, 31 de mayo de 2010

Hong Linh, rosa de primavera



Todavía no entendía cómo, pero el jesuíta padre Alonso se encontraba junto al lecho de una anciana vietnamita que le había saludado en lengua europea y con una alabanza al Santísimo Sacramento. Acababa de desmontar de su asnillo y, aunque le habían ofrecido un caldo caliente los dos guías que le habían venido a buscar a su chocita, él lo había rechazado: lo primero es lo primero. La señora hablaba con dificultad el europeo, pero estaba muy cuerda... El padre Alonso se hacía mil preguntas en su interior. Pero no dejó que su curiosidad venciera a su obligación. La anciana vietnamita confesó piadosamente y, luego, recibió los santos óleos... Su rostro irradiaba alegría.
Entonces, sí. Era el momento de conocer la historia. No hicieron falta preguntas. La misma ancianita sació la curiosidad del misionero.
"Me llamo Hong Linh". El misionero tradujo en seguida en su mente: Rosa de Primavera. "Mis padres pertenecieron a una importante estirpe de la costa sur del país, la región a la que llegaron los primeros misioneros cristianos. Pronto recibimos el bautismo y mi propia familia contribuyó a la construcción de una iglesia y de un colegio que regentaban unas religiosas". Allí aprendió la doctrina cristiana, los números y las letras. "Yo vivía muy apegada a las hermanitas. Cada día acudía a la Santa Misa y rezaba el Oficio con ellas. Me enseñaron a rezar el Santo Rosario... A mí, todo eso me atraía".

El esplendor de las ceremonias litúrgicas, la paz y el silencio del convento, junto con la virtud y la bondad de las maestras, enamoraban cada vez más su alma inocente. Rosa de Primavera hizo, entonces, el firme propósito de convertirse en religiosa y dedicar su vida a la oración y a la educación de los niños.

Al cumplir los dieciséis años, reveló su santo deseo a sus padres. Éstos se entristecieron profundamente. Eran buenos cristianos, también ellos admiraban a las religiosas y estarían de acuerdo en que su hija se uniese a ellas. Sin embargo, cuando era niña, había sido prometida en matrimonio con el hijo de un importante señor de la guerra en las provincias del norte.
"Según nuestras ancestrales tradiciones, este matrimonio sellaría un acuerdo de paz entre nuestros pueblos y pensé que eso era lo que Dios, en verdad, quería: que sembrara la paz entre nosotros. Yo lloraba todas las noches, pero nada podía impedir el acuerdo tomado por mi familia". Así que después de algunos meses, tuvo que despedirse de su familia, de las buenas monjas y de su tierra natal.
Acompañada por la comitiva enviada por su prometido, emprendió un largo viaje a las lejanas montañas de Lao Cai, en el extremo norte del país. Hubo una suntuosa boda, y ella no tuvo otro recurso sino resignarse a una nueva vida. Su mayor dolor, sin embargo, fue la de ser obligada a vivir en una región pagana, privada de cualquier ayuda espiritual de la Santa Iglesia.
Pasaron los años, y Hong Linh trajo al mundo una prole numerosa, a la que dedicó todo el afecto de su corazón. El destino, sin embargo, seguía mostrándole un lado oscuro. Las constantes guerras regionales le arrancaron, uno a uno, todos sus hijos y, por último a su propio cónyuge. No quedando nada del antiguo feudo de su marido, se vio forzada a retirarse en esa pequeña aldea, donde vieja y enferma, esperaba el final de sus días.

Precisamente cuando su salud comenzó a agravarse, algunos viajeros le trajeron la noticia de la proximidad de los sacerdotes cristianos. Y ella los mandó llamar inmediatamente.
Después de reconfortarla con la Unción de los Enfermos, el padre Alonso preguntó a la venerable anciana: "Estando privada de cualquier sacramento, e incluso del consuelo que es la convivencia con otros cristianos, ¿cómo ha podido usted mantener la fe y la confianza durante tantos años?".

Con una ligera sonrisa, Hong Linh retirando suavemente su mano de debajo de las sábanas, le mostró un rosario ya muy gastado y dijo: "He aquí, padre, los pequeñitos pero tan fuertes eslabones que mantuvieron mi alma atada al Cielo durante más de sesenta años. Cuando niña, mis maestras me enseñaron que la Virgen María jamás abandona a quien le reza con fervor. Y es cierto. Ella estuvo siempre a mi lado, fortaleciendo y amparando mi pobre alma en las amarguras de la vida..."

Texto de la revista Ave María, número 763 - Mayo 2010. Escrito por el P. Javier Andrés Ferrer, mCR

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