Aunque parezca curioso -y en realidad sea paradójico- hay personas que se alejan de Dios porque piensan -con razón- que es muy bueno.
¿Tiene esto sentido?
Me preocupa que haya almas que se alejen de Dios por una concepción sentimental del amor, sin darse cuenta de lo poco razonable de un planteo que dan por obvio, y que no lo es en absoluto.
En concreto, hay personas que justifican, por ejemplo, su inasistencia a la Misa dominical, con un argumento sorprendente:
“Yo no voy a Misa los domingos. Dios es bueno y no me va a castigar por eso”
Parecería que detrás se esconde el siguiente razonamiento:
“No voy a Misa porque Dios no me va a condenar por eso; es decir, sólo iría en caso de que corriera peligro de condenación”.
Y con la misma actitud se intenta justificar algunos comportamientos contrarios a la moral cristiana (el uso de anticonceptivos, las relaciones prematrimoniales, el concubinato -que es como se llama técnicamente que novios vivan juntos-).
Ante estos casos, tenemos que preguntarnos si la misericordia infinita de Dios es motivo para ofenderlo sin reparo. Y si esa ofensa es gratis; es decir, no tiene un costo personal para nuestras almas.
No vamos a ir aquí al fondo de la cuestión (el papel de la moral en la vida cristiana, la obligatoriedad moral de los preceptos de la Iglesia y el papel de la Eucaristía en la vida cristiana, etc.), sino que simplemente nos preguntaremos si el supuesto que Dios no va a castigarme por dejar de adorarlo, de amarlo y de dedicarle tiempo, es un motivo razonable para dejar de hacerlo; si pensar que no va a condenarme es motivo suficiente para ofenderlo con actos contrarios a su ley moral.
La aclaración de algunos puntos fundamentales ayudará a entender el error que esconde la justificación que nos estamos analizando.
1) El amor y la vida cristiana
Comenzamos por analizar el papel del amor de Dios y de nuestra correspondencia en la salvación.
Una cosa es clara: lo que nos salva es el amor de Dios, no nuestras obras. Hay una primacía absoluta de la gracia sobre nuestras obras.
Jesucristo no se hizo hombre para evitar la condenación de los hombres, sino para llevarlos a la plenitud de la filiación divina: eso es lo que nos salva.
La causa de la salvación no es el amor que tenemos a Dios, sino el amor que Dios nos dona con la gracia.
Un amor cuyo fruto no es sólo la satisfacción afectiva de quien lo recibe, sino sobre todo una vida nueva (ese amor es amor divino, y como tal, nos diviniza). Esa vida, la recibimos y vivimos nosotros. Ser amados por Dios no es algo meramente pasivo, hemos de aceptar y asimilar ese amor, haciéndolo nuestro y ¡viviéndolo!
“Dios que te creó sin ti, no te salvará sin ti”, decía San Agustín. Nuestra libertad tiene un papel fundamental.
Haciendo nuestro amor que Dios no dona, podemos amar con ese amor y entonces la salvación se expresa en ese amor: recibimos el amor para asimilarlo, y una vez asimilado -hecho nuestro- poder amar con ese amor de Dios, que ahora es nuestro.
Es decir, es Dios quien nos salva, pero nuestras obras coherentes con esa salvación resultan indispensables para aceptación y la vivencia de esa salvación.
2) Quien salva y quien se condena
Si nos negáramos a amar, rechazaríamos el amor y con él, la salvación que se nos ofrece... y, por lo mismo, dejaríamos de estar salvados.
El amor de Dios es inagotable (es infinito), de manera que no se cansa de ofrecernos su amor salvador. Siempre estará dispuesto a perdonarnos, si volvemos a El arrepentidos. Siempre estará dispuesto a recibirnos, si a Él nos acercamos. Pero para que efectivamente nos perdone, nos salve y nos reciba, hemos de aceptarlo amando: nuestra libertad también aquí es imprescindible.
Dios no nos condena, pero no porque no pueda hacerlo, sino porque ¡no quiere hacerlo! Espera paciente y quiere la conversión de nuestro corazón. Conversión que sólo se llevará a término recorriendo el camino que El nos señala. Si nosotros no queremos amarlo, si rechazamos su voluntad, si nos cerramos a las fuentes de la gracia, estamos rechazando libremente su amor, su perdón y su salvación. Y esto es muy malo, haciéndolo nos condenamos a nosotros mismos. En esto consiste el infierno:
Morir en pecado mortal sin estar arrepentido ni acoger el amor misericordioso de Dios, significa permanecer separados de El para siempre por nuestra propia y libre elección. Este estado de autoexclusión definitiva de la comunión con Dios y con los bienaventurados es lo que se designa con la palabra “infierno”.
Catecismo de la Iglesia Católica, 1033.
3) Razón de ser de las exigencias de Dios
Dios no necesita nuestro culto ni nuestra obediencia. Simplemente pide lo que necesitamos para alcanzar la plenitud humana y sobrenatural. Así lo creemos los cristianos. Detrás de sus mandamientos no vemos un capricho irrazonable, sino una voluntad paterna que conduce a la plenitud en la vida eterna, a través de las vicisitudes de esta vida. Eso vale para los mandamientos y para la recepción de los sacramentos, para la oración y para la caridad. Todo es importante, porque nuestro Padre Dios nunca nos pedirá algo para molestarnos.
Jesús nos enseñó a pedir: “hágase tu voluntad, así en la tierra como en el cielo”. Y pedimos que la cumplan los planetas, y los animales y los hombres... comenzando por nosotros mismos. Porque ¡de verdad!, es lo mejor para nosotros.
4) El perdón de Dios y realización personal
El pecado hace mal al alma. El perdón, no es una cuestión formal: Dios cura el alma cuando perdona. Sería una locura pecar solamente porque Dios perdona (como diciendo, ¿para qué dejar de pecar si después te perdonan igual?).
Este planteo supone que pecar es bueno -lo mejor que podemos hacer-, pero un Dios caprichoso nos lo prohíbe. Pero como tan malo no es, nos deja una puerta de escape: que lo hagamos tranquilos ya que después El nos perdona. ¡Esto es absurdo!
Otra cosa es que seamos débiles y caigamos.
Entonces necesitamos perdón de por las cosas malas que hacemos, y por el bien que dejamos de hacer, por el amor que dejamos voluntariamente de tener. Y el primer paso para el perdón es el arrepentimiento: es imposible el perdón sin el rechazo personal del pecado, ya que Dios no nos liberará de las acciones que nosotros no rechazamos (una vez más respeta nuestra libertad). Pero esto imposible si pensamos que lo que hicimos es bueno.
Pero no es sólo cuestión de que pensar en el perdón de Dios. Es el aspecto negativo: liberarnos de lo malo que haya en nuestra vida.
Pero hay una cuestión mucho más importante y muy positiva: para realizarnos, cumplir su palabra es esencial.
Cumplir la ley de Dios no es lo que nos salva, sino que es la consecuencia natural de haber sido alcanzados por su amor. La procuramos cumplir no por miedo a castigo, sino porque hemos descubierto el amor de Dios. Queremos hacer lo que Dios nos pide porque lo amamos. Porque entendemos lo grande que es su sabiduría y su amor.
En el caso de la Misa; no asisto por miedo a que Dios me castigue (sé que me va a perdonar todas las veces que sinceramente le pida perdón por haberlo ofendido), sino porque quiero participar de la mayor donación de amor de Dios a los hombres: la Eucaristía.
5) Amor y temor
La Teología nos enseña que el temor de Dios es un don del Espíritu Santo: se nos infunde junto con la gracia santificante y las virtudes infusas.
Esto podría resultar un poco curioso: ¿Acaso Dios quiere que le temamos? ¿No es acaso nuestro Padre? ¿El buen Pastor que busca la oveja perdida y da la vida por ella?
Ante estas perplejidades es justo que nos preguntemos qué tipo de temor nos infunde el Espíritu Santo, de qué miedo se trata.
En relación a Dios, puede haber varios tipos de temores, uno malo, uno imperfecto y otro óptimo.
Tener miedo a Dios y mantenerse alejado de Él por eso, es un temor malo, sin sentido. Un miedo que teme a un Dios del que habría que cuidarse...
Está claro que no hemos de tener miedo a Dios: es el más amoroso de todos los padres.
Entonces, ¿miedo a qué hemos de tener? En primer lugar a nosotros mismos... a que -por nuestra debilidad- nos apartemos de Dios, a que lo ofendamos. Se trata de un sano temor a ofender a quien tanto nos quiere, un temor que nos lleva a alejarnos de las ocasiones de hacerlo. En esta línea el sacerdote reza en Misa, antes de recibir la Comunión: “haz que siempre cumpla tus mandamientos y no permitas que me separe de Ti”.
Este es el temor de Dios bueno: temor a fallarle a nuestro Padre, a estropear nuestra vida con el pecado. Es un “miedo” muy santo, filial, cariñoso.
Un temor a cometer la locura de rechazar su amor pecando, de vivir lejos de El; y, por lo mismo, terminar lejos suyo por toda la eternidad (te recuerdo que eso es el infierno).
Hay quienes piensan el amor y la confianza excluyen todo respeto y temor. Pero no es así; el amor incluye el respeto como línea de mínimo: respeto a quien amo, y difícilmente amaré a quien ni siquiera respete.
Y el respeto es una cierta forma de temor: un temor que puede ser amoroso, cuando lo que se teme es alejarse del amado, hacerlo sufrir, fallarle, ofenderlo. De manera que amor, temor y respeto, si se los considera en su justo lugar, están relacionados.
Por eso la Sagrada Escritura enseña que “el comienzo de la sabiduría es el temor de Yahveh; muy cuerdos todos los que lo practican” (Ps 111,10).
6) El miedo y el cumplimiento de los preceptos
En relación al temor de Dios y el cumplimiento de su voluntad caben varias posibilidades. Analicemos sólo tres de ellas.
a) Podemos movernos en la vida por miedo al infierno, un miedo nada filial ni amoroso. Sería un miedo timorato, un miedo que nos apartaría del pecado y nos haría cumplir la voluntad de Dios; un miedo que nos llevaría a hacer cosas buenas y evitar las malas -por tanto que nos haría buenos-, pero imperfecto porque le faltaría amor. Imperfecto no significa malo: es bueno, pero carece de perfección.
Antiguamente -y también en nuestros días- era frecuente encontrar personas que cumplían los preceptos de la ley de Dios por este tipo miedo: miedo a un castigo de Dios, miedo al infierno, etc.
Aunque debemos reconocer que no todo era miedo. Querían a Dios lo suficiente para no querer perdérselo en la eternidad, y estaban dispuestas a pagar el precio de cumplir con lo que Dios mandara para conseguirlo. Se trataba de un miedo que era bueno, porque las apartaba de hacer cosas malas y las conducía a hacer otras buenas, aunque como dijimos bastante imperfecto. No habían descubierto el amor a Dios como motor de su comportamiento. Esas personas tendrían que superar este temor, aprendiendo a cumplir la ley de Dios por amor a Dios.
b) También existe -y ojalá lo tengamos- el santo temor de Dios, que excluye todo miedo a Dios y está lleno de confianza en El.
Quien tiene este santo temor de Dios, hará lo que Dios le pide por amor. Un amor que le llevará a sacrificarse cuando le cueste, para evitar ofender a quien tanto quiere.
c) Podríamos experimentar también una carencia de miedo “patotera”, que enfrenta a Dios. Éste es el caso del que nos ocupamos en este artículo.
Nos encontramos aquí con una versión radicalizada del miedo como motor de la relación con Dios, pero desde una perspectiva negativa: ya no es que cumpla con Dios por miedo al infierno, sino que dejo de cumplir con El, precisamente porque no le tengo miedo.
En esta versión Dios se ha vuelto inofensivo: ya no inspira miedo. Entonces no mueve.
Es bueno no tener miedo; pero es muy triste dejar de gozar de la Eucaristía por falta de miedo. Es bueno no tener miedo a Dios, pero es triste alejarse de El con la excusa de esa falta de miedo.
7) La esperanza y la presunción
En este análisis no puede faltar una breve referencia a la presunción. Es un pecado contra la virtud de la esperanza, que el Catecismo de la Iglesia (n. 2092) define de la siguiente manera:
“Hay dos clases de presunción. O bien el hombre presume de sus capacidades (esperando poder salvarse sin la ayuda de lo alto), o bien presume de la omnipotencia o de la misericordia divinas, (esperando obtener su perdón sin conversión y la gloria sin mérito)”.
De más está decir que el caso que no ocupa se encuadra absolutamente en estos términos.
De más está decir que el caso que no ocupa se encuadra absolutamente en estos términos.
Conclusión: cosas que no cierran...
Dejar de ir a Misa porque Dios no me va a condenar por eso, resulta curioso. Y parece bastante egoísta.
Si Dios no me condena, entonces no hago lo que me pide, no me acerco a la Eucaristía, no cumplo sus preceptos. Como si la voluntad de Dios fuera opuesta a la mía... y mientras no corra peligro de condenación, no tengo ninguna intención de corregir la mía para identificarla con la suya.
Además surge otro inconveniente: la asistencia a Misa dominical no es un opcional de la vida cristiana. El Catecismo de la Iglesia Católica señala que “la Iglesia obliga a los fieles a participar los domingos y días de fiesta en la divina liturgia (...) (y) recomienda vivamente a los fieles recibir la santa Eucaristía los domingos y los días de fiesta, o con más frecuencia aún, incluso todos los días” (n. 1389). Es decir, es de las cosas que determinan la identidad cristiana.
Lo mismo ocurre con los preceptos morales: no son simples consejos, sino que hacen a la fidelidad fundamental a Cristo.
Ante semejante planteo, surgen muchas preguntas que no encuentran respuesta:
¿Donde queda el amor? ¿Qué espero de Dios? ¿No me importa vivir y edificar mi vida al margen de El? ¿Puedo decidir yo cómo amar a Dios, independientemente de lo que Él me pide? ¿Qué es la Eucaristía para mí? ¿Puede ser que me importe tan poco lo que pide?
¿Donde queda el sentido más profundo del cristianismo como divinización del hombre? ¿Qué es para mí la vida de la gracia? ¿Qué es esa vida eterna que me da la Eucaristía?
¿Donde queda el “haced esto en memoria mía”? ¿Qué “pasa” en la Misa para que tenga que ir? ¿Qué falta en mi vida cuando no voy?
¿Por qué la Iglesia enseña que faltar a Misa sin causa grave, sea un pecado mortal? ¿Exagera? ¿Quiere asustar? ¿Acaso miente o simplemente no sabe de qué está hablando? ¿Qué importancia tiene un pecado? El hecho de que Dios perdone los pecados ¿hace que sea lo mismo cometerlos o no cometerlos?
¿Me hace bien el no ir a Misa? ¿Pierdo algo si no voy? ¿Es indiferente ir o no ir? ¿Hace algún daño a mi alma dejar voluntariamente la Misa?
Los que cumplen la voluntad de Dios ¿acaso son tontos? ¿no se han dado cuenta que no es necesario?
Este planteo deja demasiadas preguntas sin responder. Y no es cuestión de que Dios me vaya a castigar... es cuestión de que no puedo vivir sin El...
Y es una actitud que acaba siendo demasiado peligrosa, ya que vivir voluntariamente desconectado de las fuentes de la gracia hace que nuestra vida sea sobrenaturalmente muy pobre, si no es que acaba careciendo totalmente de la vida sobrenatural que dan los sacramentos.
Ir al fondo de las cosas
Para terminar, te invito a que por tu cuenta consideres varias cosas: qué es la Misa, para qué la ha instituido Dios, qué espera de mí. Por qué la Iglesia me insiste tanto en la necesidad que tengo de ella, al punto de obligarme a ir bajo pena de pecado mortal. Qué sentido tienen las exigencias morales. Qué es el amor a Dios y qué papel tiene el santo temor en la vida cristiana.
Si todavía no has descubierto el tesoro divino escondido en la Misa, o en los bienes que protegen los mandamientos... no dejes de asistir o de vivirlos, buscá y pedí a María que te lo enseñe: serás feliz cuando lo encuentres y tu vida alcanzará una dimensión divina.
Y por último que no te dejes llevar por la falta de miedo.
¿Dejar de cumplir la voluntad de Dios excusado en que va a perdonarme?
¿Ofenderlo porque me perdona?
¿Vivir lejos suyo porque no me quiere condenar?
¿Tiene esto algún sentido?
Que Dios no quiera condenarme no es excusa para ofenderlo, sino que ¡hace más grave el desprecio! Endurece el corazón.
Podría sucedernos lo que a los judíos en Meribá, después de cruzar el Mar Rojo: cuantos más prodigios veían, más caprichosos y patoteros con Dios se volvían (cfr. Exodo cap. 15-17; Ps 94).
Eduardo María Volpacchio
algunasrespuestas.com
lunes, 28 de junio de 2010
Yo no voy a Misa los domingos. Dios es bueno y no me va a castigar por eso...
domingo, 27 de junio de 2010
Jesús, ¿Radical o intolerante?
Meditación: Abiertos a las correciones buenas.
Cristo conoce muy bien el corazón de los hombres y sabe lo que puede pedirnos.
Lucas 9, 51-62
Cuando se iba cumpliendo el tiempo de ser llevado al cielo, Jesús tomó la decisión de ir a Jerusalén, y envió mensajeros delante de sí, que fueron y entraron en un pueblo de samaritanos para prepararle posada; pero no le recibieron porque tenía intención de ir a Jerusalén. Al verlo sus discípulos Santiago y Juan, dijeron: Señor, ¿quieres que digamos que baje fuego del cielo y los consuma?. Pero volviéndose, les reprendió y dijo: No sabéis de qué espíritu sois. Porque el Hijo del Hombre no ha venido a perder a los hombres, sino a salvarlos. Y se fueron a otro pueblo. Mientras iban caminando, uno le dijo: Te seguiré adondequiera que vayas. Jesús le dijo: Las zorras tienen guaridas, y las aves del cielo nidos; pero el Hijo del hombre no tiene donde reclinar la cabeza. A otro dijo: Sígueme. Él respondió: Déjame ir primero a enterrar a mi padre. Le respondió: Deja que los muertos entierren a sus muertos; tú vete a anunciar el Reino de Dios. También otro le dijo: Te seguiré, Señor; pero déjame antes despedirme de los de mi casa. Le dijo Jesús: Nadie que pone la mano en el arado y mira hacia atrás es apto para el Reino de Dios.
Reflexión
Creo que nunca se había hablado tanto de “tolerancia” como en nuestros días. Aunque, si hemos de ser sinceros, aún hoy se cometen bastantes atropellos en muchos rincones del planeta a causa de la intolerancia religiosa, étnica, cultural, económica o social. Pero, no voy a entrar en este tema. Lo que se me ha hecho curioso es que en el Evangelio de este domingo, Jesús se nos presenta, extrañamente, casi como un “intolerante”…
Lucas nos narra el caso de tres jóvenes que pudieron ser discípulos de Jesús, y que quedaron en vocaciones frustradas por la respuesta dada por el Señor. Quien no lo conoce, podría tildarlo de duro, tajante, e incluso de intolerante. Ciertamente, desconcertante.
Mientras Jesús iba de camino, le salió al encuentro uno, que le dijo: “Maestro, te seguiré a dondequiera que vayas”. Parecía estar bien dispuesto y preparado para seguir a Jesús. Y, sin embargo, nos da la impresión de que nuestro Señor lo desanima: “Las zorras tienen madrigueras y los pájaros nidos –le responde— pero el Hijo del hombre no tiene donde reclinar la cabeza”. Era como decirle que se lo pensara muy bien, que no era fácil su seguimiento, que habría muchas dificultades y renuncias, y que no cualquiera podía ir por ese camino. Pero, ¿no hubiese sido mejor que lo entusiasmara y le ofreciera una palabra de aliento? Seguramente, al oír una respuesta tal, aquel muchacho se habrá echado para atrás.
Enseguida se encuentra con otro, y lo invita Él personalmente: “Sígueme”. Es aquí Jesús quien toma la iniciativa. El joven le pide un poco de prórroga: “Déjame primero ir a enterrar a mi padre”. Jesús no condena los funerales. Obviamente, no es que el padre de este muchacho acabara de morir y tuviera que celebrarse un sepelio. No. Estas palabras significan otra cosa muy diversa: éste quería permanecer entre sus seres queridos hasta que sus padres murieran y entonces, después de sepultarlos, podría ser su discípulo.
Por supuesto que Jesús no admite dilaciones: “Deja que los muertos entierren a sus muertos; tú vete a anunciar el Reino de Dios”. La respuesta nos puede sonar bastante confusa. Los orientales son muy coloridos en su hablar y usan un lenguaje rico de imágenes. La palabra “muertos” cobra aquí un doble significado: a los primeros a los que se refiere Jesús son los muertos no en sentido físico, sino figurado –es decir, aquellos que no pertenecen al Reino, los muertos en su espíritu— y son los deben enterrar a los que ya han partido de este mundo, a los difuntos en el sentido real del término.
Finalmente, aparece en escena un tercer joven, que le dice: “Te seguiré, Señor, pero déjame primero despedirme de mi familia”. La petición que hace éste a Jesús nos parece muy razonable. ¿Qué tiene de malo que, antes de seguir a Cristo, se despida de sus seres queridos? Cualquiera de nosotros lo hubiera pedido. Más aún, quienes hemos seguido a Cristo por el camino del sacerdocio o de la vida religiosa, lo hemos hecho. El mismo Eliseo le hizo a Elías una idéntica petición cuando éste lo llamó a sucederlo en el ministerio profético. Y Elías se lo permitió (I Re, 19, 91-21).
Sin embargo, las palabras de nuestro Señor vuelven a ser duras y radicales: “El que echa la mano en el arado y sigue mirando atrás, no vale para el Reino de Dios”. Y también éste queda descartado.
¿No es Jesús un Mesías bastante radical e intolerante? Sin embargo, en este último caso, el Señor no está negando a nadie que “se despida” físicamente de los suyos. De lo que habla es de la actitud interior. Éste todavía estaba demasiado apegado a su familia y los afectos naturales lo tenían como “atado”, tanto que no le permiten seguir a Jesús. Son esas personas que jamás se deciden a romper con sus comodidades, sus afectos, sus seguridades, ni son capaces de renunciar a la compañía física de sus seres queridos. Y así frustran una vocación hermosa al seguimiento de Jesús.
El Señor no es intolerante, pero sí es exigente. Él conoce muy bien el corazón de los hombres y sabe lo que puede pedirnos. Si muchos reyes y generales, a lo largo de la historia, han pedido a sus súbditos o a sus soldados incluso el sacrificio supremo de la propia vida –y tantísimos lo han dado por su rey y por la patria— Jesucristo, el Rey de reyes, también puede pedirlo. Él quiere generosidad, decisión, totalidad en el amor. Las entregas a medias no sirven para nada. Además, el Señor advierte claramente a los que llama y les hace conocer las exigencias de su seguimiento. Quienes quieran alistarse en sus filas, deben ser conscientes de la dificultad de la empresa y de la gravedad de los compromisos que asumen con su decisión.
Pero, aunque sabe que su seguimiento es costoso, el Señor no engaña a nadie porque quiere entregas libres, conscientes y hechas por amor. No quiere mercenarios, cobardes ni traidores. Cristo exige una opción radical por Él y por su Reino, pues “si alguno quiere seguirlo y no toma su cruz, no es digno de Él” (Lc 9,23). Sus discípulos deben estar dispuestos a entrar por la vía estrecha del Evangelio (Mt 7, 13-14), a perder la vida por Él para salvarla (Lc 9,24), y a caer en tierra y morir para llevar mucho fruto (Jn 12,24). Cristo exige radicalidad, sí, pero nos promete una recompensa eterna y un premio sin comparación: “cien veces más en esta vida y la vida eterna” (Mt 19,29).
Francisco Pizarro, de camino al Perú, se vio ante un peligro inminente, y su tripulación se rebeló y exigió la vuelta. Pero el general se puso en medio de sus hombres, trazó una línea en tierra y les pidió una opción tajante: o seguir con él hasta la victoria, o echar marcha atrás como cobardes. Los pocos valientes que le siguieron fueron los conquistadores del imperio Inca. Hernán Cortés hizo otro tanto con sus tropas: mandó quemar las naves para que nadie pudiera huir.
Y si tantos hombres valientes se han convertido en héroes por un ideal noble, sí, aunque terreno, ¿Cristo no nos puede pedir eso mismo para la aventura más maravillosa y heroica, la de ganar a miles de almas para Dios y para la vida eterna? Muchos hombres y mujeres han sido mártires por el nombre de Cristo. Y nosotros, ¿qué seremos capaz de hacer por Él?
P.Sergio Cordova
catholic.net
Abiertos a las correcciones buenas
No es fácil vivir abiertos a las correcciones que nos llegan de familiares y de amigos, de conocidos y de personas que están lejos. Porque casi siempre la corrección duele, deja un mal sabor en el alma. Porque cuesta constatar que otros juzgan y dan consejos sobre la propia vida, sobre lo que decimos o hacemos.
Existe en el corazón humano un instinto profundo de autodefensa. Muchas veces consideramos nuestras elecciones, nuestros gustos, nuestro estilo de vida, como bueno y conveniente. Por eso, la llegada de una voz o de una mirada que reprocha, que corrige, es recibida, en muchos casos, con actitudes negativas. Es entonces cuando nos “enrocamos”, nos cerramos a cualquier ayuda, pues no la vemos como ayuda, sino como interferencia, como algo hostil e invasivo.
Existen, es cierto, reproches agresivos que buscan hacer daño, que nacen a veces desde actitudes de venganza. Ante tales reproches, necesitamos defendernos, para que una palabra no nos hiera, no nos destruya internamente, no nos contagie de los sentimientos oscuros de quienes entran para invadir la propia vida.
Pero si descubrimos en tantas otras correcciones una actitud de afecto sincero, de interés por nuestras personas y nuestras acciones. Si reconocemos que el reproche sólo es ofrecido para nuestro bien. Si nos damos cuenta de que el consejo busca apartarnos del mal camino, ayudarnos a evitar peligros, orientarnos a horizontes buenos y sanos, entonces es posible superar actitudes de autodefensa malsana para abrirnos a consejos constructivos.
No es fácil esa apertura, sobre todo cuando los criterios personales se han endurecido, cuando hemos llegado a creer que los demás no tienen ni el “nivel” ni la experiencia suficientes para llegar a la suela de nuestros zapatos...
Pero si no tenemos actitudes altaneras, si no despreciamos ni al grande ni al pequeño, ni al rico ni al pobre, ni a quien tiene muchos títulos ni al que no tienen ninguno, entonces podremos abrir el alma a cualquier corrección valiosa que nos ofrezcan tantas personas buenas que buscan, simplemente, ayudarnos a orientar un poco mejor el camino de la propia vida.
P.Fernando Pascual
catholic.net
sábado, 26 de junio de 2010
Hubo un momento
Hubo un momento en el que creías que la tristeza sería eterna... pero volviste a sorprenderte a ti mismo riendo sin parar.
Hubo un momento en el que dejaste de creer en el amor y luego... apareció esa persona y no pudiste dejar de amarla cada día más.
Hubo un momento en el que la amistad parecía no existir... y conociste a ese amigo/a que te hizo reír y llorar, en los mejores y en los peores momentos.
Hubo un momento en el que estabas seguro que la comunicación con alguien se había perdido... y fue luego cuando el cartero visitó el buzón de tu casa.
Hubo un momento en el que una pelea prometía ser eterna... y sin dejarte ni siquiera entristecerte terminó en un abrazo.
Hubo un momento en que un examen parecía imposible de pasar... y hoy es un examen más que aprobaste en tu carrera.
Hubo un momento en el que dudaste de encontrar un buen trabajo... y hoy puedes darte el lujo de ahorrar para el futuro.
Hubo un momento en el que sentiste que no podrías hacer algo... y hoy te sorprendes a ti mismo haciéndolo.
Hubo un momento en el que creíste que nadie podía comprenderte... y te quedaste boquiabierto mientras alguien parecía leer tu corazón.
Así como hubo momentos en que la vida cambió en un instante, nunca olvides que aún habrá momentos en que lo imposible se tornará un sueño hecho realidad. Pídele por ello al Señor.
Nunca dejes de soñar, porque soñar es el principio de un sueño hecho realidad.
¡QUE LA DISTANCIA A TUS METAS SEA LA MISMA QUE EXISTE ENTRE DIOS Y TU CORAZÓN!
webcatolicodejavier.org
viernes, 25 de junio de 2010
Prohibido quejarse
Pensaba que mi vida no iba bien. Sentía que algo siempre me faltaba. Entonces hablé con Dios.
- Me quejé de lo que me salió mal en el trabajo, pero no agradecí las manos que tengo para trabajar.
- Me quejé de tener que soportar el ruido de mis hermanos, pero no agradecí por tener una familia.
- Me quejé cuando no tenía lo que más me gustaba para comer, pero olvidé agradecer el hecho de tener qué comer.
- Me quejé por mi salario, cuando miles ni siquiera tienen uno por estar parados.
- Me quejé porque no apagaban la luz de mi cuarto al salir, pero no pensé en que muchos no tienen hogar donde tener alguna luz encendida.
- Me quejé por no poder dormir un poquito más, olvidando a quienes darían todo por tener su cuerpo sano para poder levantarse.
- Me quejé porque mi madre me reprendía, cuando millones desearían tenerla viva para poder honrarla y abrazarla.
- Me quejé porque no tenía tiempo, cuando me solicitaron dar una charla sobre Jesús, olvidando el privilegio que es poder hablar a otros de su infinito amor.
Dios me iluminó en esa conversación y entonces comprendí mi egoísmo y lo ingrato que he sido con Él. Fue cuando entonces comencé a agradecerle todas las cosas que había olvidado, y aún más de aquéllas por las que tanto me quejaba.
Recuerda este proverbio: "Pobre del que, al final del día, no sepa qué agradecer ni a Quien".
¡Que Dios bendiga tu día! Y ya sabes... ¡no te quejes!
webcatolicodejavier.org
jueves, 24 de junio de 2010
San Juan Bautista
Fiesta: 24 de junio
Nacimiento de Juan Bautista
Origen de la fiesta
La Iglesia celebra normalmente la fiesta de los santos en el día de su nacimiento a la vida eterna, que es el día de su muerte. En el caso de San Juan Bautista, se hace una excepción y se celebra el día de su nacimiento. San Juan, el Bautista, fue santificado en el vientre de su madre cuando la Virgen María, embarazada de Jesús, visita a su prima Isabel, según el Evangelio.
Esta fiesta conmemora el nacimiento "terrenal" del Precursor. Es digno de celebrarse el nacimiento del Precursor, ya que es motivo de mucha alegría, para todos los hombres, tener a quien corre delante para anunciar y preparar la próxima llegada del Mesías, o sea, de Jesús. Fue una de las primeras fiestas religiosas y, en ella, la Iglesia nos invita a recordar y a aplicar el mensaje de Juan.
El nacimiento de Juan Bautista
Isabel, la prima de la Virgen María estaba casada con Zacarías, quien era sacerdote, servía a Dios en el templo y esperaba la llegada del Mesías que Dios había prometido a Abraham. No habían tenido hijos, pero no se cansaban de pedírselo al Señor. Vivían de acuerdo con la ley de Dios.
Un día, un ángel del Señor se le apareció a Zacarías, quien se sobresaltó y se llenó de miedo. El Árcangel Gabriel le anunció que iban a tener un hijo muy especial, pero Zacarías dudó y le preguntó que cómo sería posible esto si él e Isabel ya eran viejos. Entonces el ángel le contestó que, por haber dudado, se quedaría mudo hasta que todo esto sucediera. Y así fue.
La Virgen María, al enterarse de la noticia del embarazo de Isabel, fue a visitarla. Y en el momento en que Isabel oyó el saludo de María, el niño saltó de júbilo en su vientre. Éste es uno de los muchos gestos de delicadeza, de servicio y de amor que tiene la Virgen María para con los demás. Antes de pensar en ella misma, también embarazada, pensó en ir a ayudar a su prima Isabel.
El ángel había encargado a Zacarías ponerle por nombre Juan. Con el nacimiento de Juan, Zacarías recupera su voz y lo primero que dice es: "Bendito el Señor, Dios de Israel".
Juan creció muy cerca de Dios. Cuando llegó el momento, anunció la venida del Salvador, predicando el arrepentimiento y la conversión y bautizando en el río Jordán.
La predicación de Juan Bautista
Juan Bautista es el Precursor, es decir, el enviado por Dios para prepararle el camino al Salvador. Por lo tanto, es el último profeta, con la misión de anunciar la llegada inmediata del Salvador.
Juan iba vestido de pelo de camello, llevaba un cinturón de cuero y se alimentaba de langostas y miel silvestre. Venían hacia él los habitantes de Jerusalén y Judea y los de la región del Jordán. Juan bautizaba en el río Jordán y la gente se arrepentía de sus pecados. Predicaba que los hombres tenían que cambiar su modo de vivir para poder entrar en el Reino que ya estaba cercano. El primer mensaje que daba Juan Bautista era el de reconocer los pecados, pues, para lograr un cambio, hay que reconocer las fallas. El segundo mensaje era el de cambiar la manera de vivir, esto es, el de hacer un esfuerzo constante para vivir de acuerdo con la voluntad de Dios. Esto serviría de preparación para la venida del Salvador. En suma, predicó a los hombres el arrepentimiento de los pecados y la conversión de vida.
Juan reconoció a Jesús al pedirle Él que lo bautizara en el Jordán. En ese momento se abrieron los cielos y se escuchó la voz del Padre que decía: "Éste es mi Hijo amado...". Juan dio testimonio de esto diciendo: "Éste es el Cordero de Dios...". Reconoció siempre la grandeza de Jesús, del que dijo no ser digno de desatarle las correas de sus sandalias, al proclamar que él debía disminuir y Jesús crecer porque el que viene de arriba está sobre todos.
Fue testigo de la verdad hasta su muerte. Murió por amor a ella. Herodías, la mujer ilegítima de Herodes, pues era en realidad la mujer de su hermano, no quería a Juan el Bautista y deseaba matarlo, ya que Juan repetía a Herodes: "No te es lícito tenerla". La hija de Herodías, en el día de cumpleaños de Herodes, bailó y agradó tanto a su padre que éste juró darle lo que pidiese. Ella, aconsejada por su madre, le pidió la cabeza de Juan el Bautista. Herodes se entristeció, pero, por el juramento hecho, mandó que le cortaran la cabeza de JuanBautista que estaba en la cárcel.
¿Qué nos enseña la vida de Juan Bautista?
Nos enseña a cumplir con nuestra misión que adquirimos el día de nuestro bautismo: ser testigos de Cristo viviendo en la verdad de su palabra; transmitir esta verdad a quien no la tiene, por medio de nuestra palabra y ejemplo de vida; a ser piedras vivas de la Iglesia, así como era el Papa Juan Pablo II.
Nos enseña a reconocer a Jesús como lo más importante y como la verdad que debemos seguir. Nosotros lo podemos recibir en la Eucaristía todos los días.
Nos hace ver la importancia del arrepentimiento de los pecados y cómo debemos acudir con frecuencia al sacramento de la confesión.
Podemos atender la llamada de Juan Bautista reconociendo nuestros pecados, cambiando de manera de vivir y recibiendo a Jesús en la Eucaristía.
El examen de conciencia diario ayuda a la conversión, ya que con éste estamos revisando nuestro comportamiento ante Dios y ante los demás.
Teresa Fernández
catholic.net
miércoles, 23 de junio de 2010
Ante las muertes imprevistas
Las muertes imprevistas tienen siempre un matiz de tragedia que no es fácil de asumir. Pero resulta posible, desde las energías propias de los corazones y desde la mirada hacia el mundo de Dios
Hay muertes previstas: dan tiempo para prepararnos a su llegada. Otras muertes, en cambio, ocurren sorpresivamente, de golpe, como un relámpago inesperado.
La muerte de un familiar anciano, o de alguien que cede poco a poco ante una enfermedad inexorable, llega de un modo más o menos esperado. El corazón puede prepararse, porque adivina que, tarde o temprano, una vida terrena termina. Estamos, entonces, listos para acoger el “golpe”, que no deja de ser doloroso, pero que sabemos estaba próximo.
Pero la situación es muy diferente cuando un hecho imprevisto (un choque, un secuestro, un atentado, un accidente de trabajo), irrumpe en una vida y provoca una muerte inesperada. Una curva mal tomada, un pinchazo en la rueda, una balacera en la calle, un terremoto, un incendio en el avión o en el barco: hechos veloces, hechos inesperados, violentos, a veces misteriosos, nos arrancan la presencia de un ser querido.
Las muertes imprevistas llaman a las puertas de cualquiera: del niño y del adulto, del rico y del pobre, del ciudadano honesto y del delincuente, del santo y del pecador, del amigo y del enemigo. No hay distinciones, como si todos, ante el hecho inesperado, fuesen igualmente vulnerables, frágiles, incapaces de defenderse o de huir.
Llega luego la llamada o el correo electrónico que provoca una conmoción indescriptible: un familiar, un amigo, un compañero de trabajo, un vecino, acaba de morir.
Sentimos entonces un desgarrón profundo en el alma. Por lo inesperado del hecho. Por el afecto que sentíamos hacia una persona cercana o conocida. Por la ruptura radical que se impone en los lazos temporales.
Si descubrimos, además, que la causa de esa muerte fue la borrachera de un chofer irresponsable, o la malicia perversa de quienes viven en el mundo del delito organizado, sentimos una rabia profunda por la injusticia sufrida. Descubrimos con amargura que vivimos en un mundo perverso, en el que muchas veces las autoridades no consiguen controlar agresiones que destruyen familias, desde la violencia que sacude nuestros pueblos y ciudades.
Tras la noticia de la muerte inesperada, se suceden los hechos como una cascada incontenible. Por un lado, hay que afrontar la situación y los deberes inmediatos: dar o recibir el pésame, preparar el funeral, buscar tiempo para recibir visitas o para velar el cuerpo de quien hasta hace muy poco nos hablaba con ternura. Prisas, llamadas, papeles, contactos, seguros. Todo ocurre muy rápido, según rutinas frías que agobian la vida de muchas ciudades modernas.
Por otro lado, está el vacío interior, la herida del alma, muy reciente, muy honda. Notamos que desde ahora queda un hueco en la cama, en la casa, en la oficina, en la propia vida. Desaparece un ser querido. El mundo ha dado un cambio brusco, al menos según nosotros. Casi nos resulta extraño que haya quienes siguen con sus prisas, sus proyectos y sus monotonías, cuando percibimos que todo, desde ahora, va a ser distinto.
Sentimos entonces lo que san Agustín experimentó cuando vio morir, de modo rápido e inesperado, a uno de los amigos de su juventud:
“Se entenebreció mi corazón de dolor, y veía en todas las cosas la muerte. La patria era para mí un suplicio, y la casa paterna se me hacía insoportable, y todo cuanto con él me había sido común, se me convertía sin él en crudelísimo tormento. Buscábanle por todas partes mis ojos, y no le hallaban. Todas las cosas me eran aborrecibles, porque no le hallaba entre ellas, ni me podían decir: Mírale, ahí viene, como antes, cuando venía después de una ausencia. Llegué a hacerme insoportable a mí mismo” (San Agustín, “Confesiones” IV,4,9).
El luto ha entrado en la propia vida. Puede ser un luto más o menos “sano”, llevado con dignidad (lo cual no quita la pena). O puede ser un luto enfermizo, desbordante, que arrastra al odio, a la sed de venganza, al abatimiento, a los reproches contra Dios, contra la sociedad, contra la vida misma. Un luto que carcome y que destruye, que aparta los ojos de todo lo que no sea el recuerdo de quien ya no vive entre nosotros.
Cuesta superar lutos dañinos, porque cuesta aceptar una muerte no prevista. Pero si abriésemos los ojos a las muchas bondades que nos rodean, si viésemos a tantos otros familiares y amigos que desean nuestro bien, o incluso que necesitan nuestra ayuda (también ellos piden un poco de consuelo), encontraríamos fuerzas íntimas que nos permitirían seguir en la brecha de los deberes cotidianos.
Sobre todo, necesitamos abrir el alma y el corazón a una certeza que va más allá de los papeles de hospitales o de las páginas de periódicos; una certeza que nace al reconocer que nuestra alma es espiritual, incapaz de morir, y que existe un Dios que acoge a sus hijos buenos, que nos espera en la vida eterna. Quien muere, de modo previsto o imprevisto, no ha desaparecido para siempre.
Es cierto que también pensar en la otra vida puede provocar angustias, sobre todo si existen motivos para suponer que alguien ha muerto sin estar en paz con Dios ni con su prójimo. Pero en el marco de la fe católica descubrimos que Dios es misericordia, y sólo nos queda confiar en que esa misericordia haya alcanzado, por caminos que a veces no nos resultan visibles, a la persona que nos ha sido “arrancada” por una muerte imprevista.
Además, esa misma fe nos lleva a reconocer que siguen en pie los lazos de amor, que no hemos roto por completo con quien nos ha dejado. Al hablar de la importancia de las oraciones por nuestros seres queridos ya difuntos, el Papa Benedicto XVI explicaba lo siguiente:
“Que el amor pueda llegar hasta el más allá, que sea posible un recíproco dar y recibir, en el que estamos unidos unos con otros con vínculos de afecto más allá del confín de la muerte, ha sido una convicción fundamental del cristianismo de todos los siglos y sigue siendo también hoy una experiencia consoladora. ¿Quién no siente la necesidad de hacer llegar a los propios seres queridos que ya se fueron un signo de bondad, de gratitud o también de petición de perdón?” (Benedicto XVI, encíclica “Spe salvi” n. 48).
Las muertes imprevistas tienen siempre un matiz de tragedia que no es fácil de asumir. Pero resulta posible, desde las energías propias de los corazones y desde la mirada hacia el mundo de Dios y de lo eterno, afrontarlas de un modo más profundo, más completo, incluso más sereno.
Quedará, ciertamente, un hueco profundo por días, por meses, tal vez por años. Pero ese hueco no es completo, porque el ser querido no ha desaparecido en el remolino de la nada, sino que está presente en el corazón de Dios. Un Dios que es bueno, que ama la vida, que acoge y rescata a cada uno de sus hijos. Un Dios que nos acompaña, a quienes seguimos en el camino del tiempo, mientras avanzamos también nosotros a la hora que dará por concluida la vida terrena y nos introducirá en el mundo de lo eterno.
P. Fernando Pascual
catholic.net
lunes, 21 de junio de 2010
Lo principal
Cuenta la leyenda que una mujer pobre con un niño en los brazos, pasando delante de una caverna escuchó una voz misteriosa que salía de adentro y le decía: "Entra y toma todo lo que desees, pero no te olvides de lo principal, después de que salgas la puerta se cerrará para siempre, por lo tanto aprovecha la oportunidad, pero no te olvides de lo principal...". La mujer entró en la caverna y encontró muchas riquezas. Fascinada por el oro, por las joyas, puso al bebé en el piso y empezó a juntar ansiosamente todo lo que podía, en su delantal. La voz misteriosa habló nuevamente: "Tienes sólo cuatro minutos..."Agotados los cuatro minutos, la mujer cargada de oro y piedras preciosas, corrió hacia fuera de la caverna y la puerta se cerró, recordó entonces que su bebé quedó adentro y la puerta estaba cerrada para siempre... La riqueza duró poco y la desesperación toda la vida.
Lo mismo ocurre, a veces, con nosotros. Tenemos unos 80 años para vivir en este mundo, y una voz siempre nos advierte "no te olvides de lo principal"... Y lo principal son los valores espirituales, la oración, la familia, los amigos, la vida. Pero la ganancia, la riqueza, los placeres materiales nos fascinan tanto que lo principal siempre lo dejamos de lado... Así agotamos nuestro tiempo aquí y dejamos a un lado lo esencial: "Los tesoros del alma" . El tiempo pasa; ¡ la eternidad se acerca !
"No te prometo la felicidad ni aquí ni ahora..." decía Nuestra Señora a Santa Bernardita en Lourdes, la cual sufrió mucho, pero amando a Nuestro Señor Jesucristo, jamás nos olvidemos que la vida en este mundo pasa rápido, que la muerte llega, y cuando la puerta de esta vida se cierra para nosotros, de nada valdrán las lamentaciones. Ahora es la misericordia. no quites tus ojos de lo más importante que es Dios, de su amor hacia nosotros, (expresado, de modo especialísimo, en el santo sacrificio) de mostrar verdadero amor hacia los demás...(por Dios) y no desvíes tu vista ni pierdas tu tiempo en cosas de valor pasajero...
webcatolicodejavier.org
domingo, 20 de junio de 2010
Una encuesta, un compromiso, un misterio
Jesús te pregunta hoy: ¿Y tú, ¿quién dices que soy yo?.
Lucas 9, 18-24
Y sucedió que mientras él estaba orando a solas, se hallaban con él los discípulos y él les preguntó: "¿Quién dice la gente que soy yo?" Ellos respondieron: "Unos, que Juan el Bautista; otros, que Elías; otros, que un profeta de los antiguos había resucitado." Les dijo: "Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?" Pedro le contestó: "El Cristo de Dios." Pero les mandó enérgicamente que no dijeran esto a nadie. Dijo: "El Hijo del hombre debe sufrir mucho, y ser reprobado por los ancianos, los sumos sacerdotes y los escribas, ser matado y resucitar al tercer día." Decía a todos: "Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz cada día, y sígame. Porque quien quiera salvar su vida, la perderá; pero quien pierda su vida por mí, ése la salvará.
Reflexión
El Evangelio de este domingo me trae a la memoria una experiencia de mi niñez que se me quedó muy grabada. Recuerdo que, cuando yo estudiaba la primaria, nuestro profesor nos mandó un día hacer una encuesta. Era la tarea que debíamos llevar la siguiente vez a la clase de religión. Cada uno de nosotros teníamos que preguntar a treinta personas –familiares, vecinos y gente de la calle— quién era Jesús para ellos.
Por la tarde de aquel mismo día, inicié mi recorrido “periodístico”. Yo vivía en un pueblecito de unos 25.000 habitantes, muy católico. Todas las respuestas fueron, pues, doctrinalmente muy correctas.
Pero yo creo que, si realizáramos hoy la misma encuesta en Norteamérica o en las grandes ciudades de cualquier país de la Europa “pluralista” y secularizada –por no decir de Asia—, escucharíamos respuestas bastante variopintas: desde el hombre excepcional, el maestro y modelo de buenas costumbres, el revolucionario y reformador de la sociedad; pasando por el Cristo poético y romántico al estilo “hippy” –el Jesus Christ Super Star de los años setentas— o el Jesús deformado por las diversas filosofías e ideologías; hasta llegar al Cristo visto por hombres y mujeres de fe, pero de distinto credo y religión. Un teólogo católico contemporáneo, el P. Javier García, presenta un abanico muy interesante de posibilidades en su libro: “Jesucristo, Hijo de Dios, nacido de mujer”.
Jesús fue el primero, en la historia del cristianismo, en llevar a cabo una encuesta o un “sondeo de opinión” acerca de su propia persona. Y sus discípulos se manejaron en aquella ocasión con bastante desenvoltura.
Pero los resultados de la sociología y de las encuestas no le interesan a Jesús. Lo que a Él realmente le importa es la respuesta personal: “Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?” –les pregunta a sus apóstoles—. Sin duda, esa pregunta les provocó un silencio embazoso. Hasta que Pedro, armándose de valor, se pronunció en nombre de los Doce: “Tú eres el Mesías de Dios”.
Pues también ahora Jesús nos plantea este mismo interrogante a cada uno de nosotros, a ti, que estás leyendo ahora este artículo: “Y tú, ¿quién dices que soy yo?”. Aquí no se valen las respuestas evasivas, ambiguas o de mero “compromiso”. Ni tampoco espera Cristo respuestas teóricas, académicas y doctrinalmente “correctas”. Él no quiere ver qué es lo que “sabemos” sobre Él, sino lo que realmente creemos y testimoniamos –con nuestra fe, nuestras obras y nuestra vida entera— acerca de Él.
De verdad, ¿quién es Jesucristo para nosotros? Es un interrogante existencial, que hay que responder desde el fondo de nuestra conciencia, a solas con Cristo, mirándole directamente a los ojos. Y hay que darla con el corazón. Es una pregunta que requiere un verdadero compromiso personal y vital con el Señor. Una respuesta que debe cambiar toda nuestra existencia, nuestros criterios y comportamientos “mundanos”, para comenzar a asemejarnos un poco más a Él en nuestras palabras, gestos, pensamientos y acciones concretas de cada día.
Pero a continuación viene la siguiente escena, que es desconcertante para nuestras categorías humanas: “El Hijo del hombre tiene que padecer mucho, ser desechado por los ancianos, sumos sacerdotes y letrados, ser ejecutado y resucitar al tercer día”. Pedro le acaba de proclamar el Mesías de Dios. La narración del evangelio de san Mateo es mucho más fuerte que la de Lucas.
Después de la confesión de Pedro, en efecto, Jesús lo felicita, lo llama bienaventurado y le otorga los poderes del Primado sobre los demás apóstoles. Enseguida, Jesús les comunica el primer anuncio de la pasión. Y Pedro trata de disuadirlo y de apartarle de ese camino. Es entonces cuando Jesús reacciona de un modo enérgico llamándolo “Satanás” porque no entiende las cosas de Dios; es decir, el valor de la cruz.
Seguir a Jesús no es –glosando las palabras de aquel famoso rey azteca— como “estar en un lecho de rosas”. Ser discípulo de Cristo, ser auténtico cristiano, no siempre es cosa fácil. Porque muchas veces nos exige ir “contra corriente” y plantar cara a la mentalidad humana, a veces demasiado humana –o sea, “mundana”, sensual y naturalista— propia del mundo y de la cultura de nuestro tiempo. Ser un cristiano de verdad es un compromiso exigente. Y en ocasiones también misterioso. Porque Dios nos desconcierta y sus modos de actuar no son como los de los hombres, ni siempre inteligibles para nuestra razón.
Vivir el Evangelio exige mucha fe porque Dios es misterioso y casi siempre se nos presenta envuelto en el misterio. Y exige también mucha valentía, generosidad y amor porque, para hay que seguir a Jesús por la vía de la cruz: “El que quiera seguirme, que se niegue a sí mismo, cargue con su cruz cada día y se venga conmigo”. Tenemos que pasar por el misterio de la cruz, del dolor y del sufrimiento para poder llegar hasta Él, para tener vida eterna, para ayudarle en la redención de la humanidad. Y sólo con mucha fe y con un amor muy grande y generoso, la cruz no será para nosotros un motivo de escándalo, sino un instrumento bendito de salvación y de santificación.
¡Una encuesta, un compromiso, un misterio! Éste es el reto que Cristo hoy nos presenta. Ojalá que nuestra respuesta sea valiente, generosa, decidida, consecuente. Entonces podremos llamarnos y ser en verdad auténticos “cristianos”. O sea, seguidores de un Cristo crucificado y resucitado.
P.Sergio Cordova
catholic.net
sábado, 19 de junio de 2010
Dios fuera del Mundial
¿Cuáles son las verdaderas motivaciones para convertir los estadios en el nuevo escenario de exclusión religiosa?
Esta vez nada. No podrán santiguarse, ni elevar las manos al cielo. Tampoco podrán mostrar la camiseta que llevan bajo el uniforme. Ni católicos, ni musulmanes, ni hindúes... nada. La FIFA, todopoderosa, ha expulsado a Dios del Mundial.
Joseph Blatter, heredero de la multinacional que mueve más millones en el orbe, el jefe de la organización con más estados nacionales miembros, acaba de decretar “que cualquier manifestación religiosa debe quedar fuera del fútbol”.
La idea detrás de este “mundial laico” es simplemente “no incitar a la violencia”, tal como lo dio a conocer Andreas Herren, portavoz de la FIFA, pero ¿ha habido alguna vez un enfrentamiento en un estadio por un símbolo religioso?, ¿Cuáles son las verdaderas motivaciones para convertir los estadios en el nuevo escenario de exclusión religiosa?
La prohibición
En un contexto estrictamente deportivo, esta norma parece integrarse al paquete de la amonestación por “festejo desmedido”, que recibe quien celebra un gol quitándose la camisa, o subiéndose a las mallas. Pero como dice Javier Aguirre, del periódico argentino Página 12, “para organizadores de eventos costosísimos como un Mundial, la fe resulta una expresión aun más inquietante que la felicidad”.
Según cuentan diversos medios, la afrenta última que sufrió este organismo en este ámbito fue a manos de Brasil durante la última Copa Confederaciones. Los verde amarillos vencieron tres goles por dos a un inspirado Estados Unidos, luego de estar abajo todo el partido. Pero una vez que este finalizó, jugadores y miembros del cuerpo técnico formaron un círculo al centro de la cancha. Abrazados recitaron una oración de acción de gracias, gesto que provocó un disgusto enorme a Jim Stjerne Hansen, presidente de la Federación Danesa de Fútbol.
El funcionario consideró “inaceptable” el asunto y escribió una carta: “la expresión de fervor religioso de los brasileños duró demasiado tiempo... y provoca una confusión entre religión y deporte”.
Un acto parecido ocurrió en Yokohama, cuando Brasil conquistó su quinto título mundial en Corea-Japón 2002, y varios jugadores dieron mensajes religiosos con frases pintadas bajo su uniforme.
La FIFA tiene reglas muy particulares que gobiernan casi todas las cosas relativas al fútbol. Hasta hace poco, no prohibía los gestos de religiosidad, pero tiene sanciones para textos inscritos bajo la camiseta del uniforme sean políticas, personales o religiosas. Probablemente las camisetas con mensajes cristianos como “Amo a Dios” o “Pertenezco a Jesús” que mostraron los flamantes campeones al finalizar el cotejo, no ayudaron mucho en este tema.
Con la carta en la mano y en los medios muchos millones en juego, Blatter rápidamente acuerpó las declaraciones de Stjerne y envió una señal inequívoca al equipo brasileño con su severa advertencia. No en vano el escritor George Orwell alguna vez dijo que el fútbol era una guerra sin disparos; y aquí los disparos parece que van dirigidos al cielo.
Contradicciones
Tras la medida, numerosas voces se han levantado para gritar verdades un tanto incómodas para el ente futbolístico mundial. Sectores cristianos no católicos del Brasil han lanzado su pregunta de oro “¿Por qué hacer que se sancione mostrar la fe y, sin embargo, no se prohíba la publicidad de empresas que emplean mano de obra esclava?”.
Además, ¿cómo la FIFA permite que empresas que venden productos no exactamente “sanos y nutritivos” patrocinen el mayor espectáculo deportivo mundial?
Además, sería irresponsable decir que algo que siempre ha estado allí -las manifestaciones religiosas- sean las culpables de la violencia en este deporte.
“En nuestro tiempo, el fanatismo del fútbol ha invadido el lugar que estaba antes reservado solamente al fervor religioso, el ardor patriótico y a la pasión política” reza unas líneas de Eduardo Galeano de su famoso libro “Fútbol: a sol y sombra”.
Y este fervor se atiza con las banderas y las camisetas de los hinchas del otro equipo. Lo más sensato sería prohibir las insignias de pertenencia... al fin y al cabo son las que más provocan la ira de cierta gente.
Un mensaje publicado por medios de comunicación cristianos nombra estudios que “sugieren que la violencia en el fútbol es una reminiscencia del espíritu animal del hombre que aprovecha a exteriorizar sus inhibiciones, frustraciones y odios ocultos”.
En este sentido, se afirma, “la camiseta del equipo favorito le da la motivación para defender una identidad grupal y una sensación de poder que estando solo como individuo no tendría. El anonimato entre la multitud le da al hombre la libertad de expresar todos sus bajos instintos”.
El estadio como “templo”
En su descripción del “Hincha” y del “Fanático”, Galeano, da unas pistas muy interesantes, según las cuales, “ una vez por semana, el hincha huye de su casa y acude al estadio... al templo. En este espacio sagrado, la única religión que no tiene ateos exhibe a sus divinidades... y el hincha es muchos. Con miles de devotos comparte la certeza de que somos los mejores, todos los árbitros están vendidos y todos los rivales son tramposos... la sola existencia del hincha del otro club constituye una provocación inadmisible”.
Pero como la “moral” que mueve a este negocio es una sola -y como casi todas las demás, se llama dinero- y ésta autoriza el uso de cualquier cosa que compre la eficacia... no habrá nada que hacer. Al fin y al cabo todo el espectáculo se reduce a un producto.
“Los jugadores de fútbol más famosos son productos que venden productos. En tiempo de Pelé, el jugador jugaba, y eso era todo... o casi todo. En tiempos de Maradona, ya en pleno auge de la televisión y de la publicidad masiva, las cosas había cambiado. Maradona cobró mucho, y mucho pagó: cobró con las piernas, pagó con el alma”, concluye Galeano.
Carlos Sandoval, autor y estudioso de la sociología moderna no tiene reparo en señalar que “la religión sería un modo de colocar límites para que el éxito no desborde a los jugadores, la mayoría de ellos con 20 años o poco más”. Esto por cuanto, afirma, la mayoría de los jugadores de fútbol, provienen de estratos bajos de la sociedad, y el salto en su poder adquisitivo y el manejo de una “imagen” muchas veces los desubica de su propia realidad.
Tal vez si se forman hombres íntegros desde las bases, y estos funcionen como reflejo de una hinchada y un club con verdaderos valores, puedan hacer que “el ritual de afirmación de la nacionalidad” realmente los una, más que dividirlos, pues esta práctica de buenas costumbres y mejores ejemplos interpelará a la audiencia y servirá como referente para ellos.
Atletas de Cristo
La fe y el deporte exigen sacrificios, sacrificios que por nosotros mismos es realmente difícil de llevar. “Para eso necesitamos de la existencia de Dios, por medio de su Espíritu Santo... que sean la oración, los sacramentos y hasta la misma comunidad esas herramientas que nos han de fortalecer en los momentos más difíciles. Como cristianos estamos llamados a convertirnos en atletas de Cristo siendo fieles y valientes testigos de su Buena Nueva”, afirma el periodista y catequista Daniel Cáliz.
Y es que “el modelo para el 40% de los jóvenes es el futbolista, así como para las chicas es la animadora de televisión. Hacen falta modelos creíbles que ayuden a construir personalidades globales. La visión religiosa da un sentido pleno a la vida”, subrayó en su momento el cardenal Tarcisio Bertone.
Sobre esa misma línea, el Padre Kevin Lixey, experto en deporte y religión, comentó a la agencia de noticias católicas Zenit, que “el fútbol es uno de los fenómenos que más pasiones despierta en el mundo, pero al mismo tiempo ayuda “a establecer relaciones fraternas entre los hombres de todas las clases, naciones y razas”, como dice el número 61 de la “Gaudium et Spes”.
Y recordó que en ocasión de la bendición del Estadio Olímpico de Roma, antes del Mundial de 1990, el Papa Juan Pablo II decía a los futbolistas: “Os están mirando los deportistas de todo el mundo. ¡Sed conscientes de vuestra responsabilidad! No sólo el campeón en el estadio; también el hombre con toda su persona ha de convertirse en un modelo para millones de jóvenes que tienen necesidad de líderes y no de ídolos. Tienen necesidad de hombres que sepan comunicarles el gusto de lo arduo, el sentido de la disciplina, el valor de la honradez y la alegría del altruismo. Vuestro testimonio, coherente y generoso, puede impulsarles a afrontar los problemas de la vida con igual empeño y entusiasmo”.
Estas frases del Papa encierran un programa de vida para el futbolista y responden seguramente a uno de los grandes valores que representa el deporte en el mundo de hoy: ser un punto de referencia para la educación de las futuras generaciones.
Para finalizar, el teólogo Tomás Bolaño, nos recuerda algo que tal vez hemos olvidado “El Dios creador del Antiguo Testamento ha jugado desde la eternidad y hasta nuestros tiempos; sus actos lúdicos se expresan en el gozo de la creación y en la bendición de la criatura que tiene como compañera de juego. Su acto creador es el juego más grande que Dios ha tenido con el mundo; ... “yo estaba junto a Él como aprendiz, yo era su alegría cotidiana, jugando todo el tiempo en su presencia, jugando con al esfera de la tierra y compartiendo mi alegría con los humanos” (Pro. 8, 30-31)”.
Gustavo Godínez Vargas
elecocatolico.org
viernes, 18 de junio de 2010
El árbol de los problemas
El carpintero que había contratado para ayudarme a reparar una vieja granja, acababa de finalizar un duro primer año de trabajo. Su cortadora eléctrica se dañó y le hizo perder una hora de trabajo y ahora su antiguo camión se negaba a arrancar. Mientras lo llevaba a su casa en mi automóvil, permaneció en el más absoluto silencio. Una vez que llegamos, me invitó a conocer a su familia.
Mientras nos dirigíamos a la puerta, se detuvo brevemente frente a un pequeño árbol, tocando las puntas de las ramas con ambas manos. Cuando se abrió la puerta, ocurrió una sorprendente transformación.
Su bronceada cara estaba plena de sonrisas. Abrazó a sus dos pequeños hijos y le dió un beso a su esposa. Posteriormente me acompañó hasta el coche. Cuando pasamos cerca del árbol, sentí curiosidad y le pregunté acerca de lo que había visto hacer un rato antes. "Oh, ese es mi árbol de los problemas" contestó. Sé que no puedo evitar tener problemas en el trabajo, pero una cosa es segura, los problemas no pertenecen a la casa, ni a mi esposa, ni a nuestros hijos. Así que simplemente, cada noche cuando llego a casa, le digo al Señor "Te dejo colgados mis problemas en este árbol. Ayúdame por favor, Señor, a afrontarlos de la manera más adecuada" . Luego por la mañana los recojo otra vez diciendo: "Señor, recojo nuevamente mis problemas. Ayúdame por favor a resolverlos". Lo maravilloso es, dijo sonriendo, que cuando salgo por la mañana a recogerlos, no hay tantos como los que recuerdo haber colgado la noche anterior, gracias a Dios.
webcatolicodejavier.org
miércoles, 16 de junio de 2010
Animar a la política
¿Qué idea tienen los ciudadanos, especialmente los jóvenes, de la política? La impresión de que la política es un dominio de la corrupción ¿no ha provocado en ellos un desinterés casi generalizado? ¿No se ve la política como una tarea que oscila entre la mera búsqueda del poder, de los “votos”, y la navegación en el mar de las tensiones y los particularismos, y que termina por agotar las energías de cualquiera?
Y sin embargo no cabe, especialmente para los cristianos, desentenderse de la política. Lo ha subrayado una vez más Benedicto XVI el viernes 21 de mayo ante el Pontificio Consejo para los Laicos.
Los fieles laicos son Iglesia en el mundo, haciendo el mundo. Contribuyen al progreso y al desarrollo cultural y social de los pueblos con su competencia profesional, su vida familiar, sus relaciones de amistad y de cultura, etc. Su vida misma se convierte en expresión de fe, en ofrenda agradable a Dios y en servicio a todas las personas.
Esto es posible porque los fieles laicos, como todos los cristianos desde el bautismo, participan del sacerdocio de Cristo bajo la modalidad del “sacerdocio común”. Todos los cristianos –en palabras de Benedicto XVI– están llamados a “ser testigos de Cristo en toda la concreción y el espesor de sus vidas, en todas sus actividades y ambientes”.
A los laicos –añadía– les corresponde “mostrar concretamente en la vida personal y familiar, en la vida social, cultural y política, que la fe permite leer de una forma nueva y profunda la realidad y transformarla; que la esperanza cristiana alarga el horizonte limitado del hombre y le proyecta hacia la verdadera altitud de su ser, hacia Dios; que la caridad en la verdad es la fuerza más eficaz capaz de cambiar el mundo”. Esto es, han de mostrar cómo las virtudes teologales pueden transformar la vida personal y la vida del mundo.
De este modo testimoniarán “que el Evangelio es garantía de libertad y mensaje de liberación; que los principios fundamentales de la Doctrina Social de la Iglesia – como la dignidad de la persona humana, la subsidiariedad y la solidaridad – son de gran actualidad y valor para la promoción de nuevas vías de desarrollo al servicio de todo el hombre y de todos los hombres”.
Todo un programa para la misión de los laicos. En concreto lo realizan al “participar activamente en la vida política, de modo siempre coherente con las enseñanzas de la Iglesia” y con un ideal de servicio al bien común: “compartiendo razones bien fundadas y grandes ideales en la dialéctica democrática y en la búsqueda de un amplio consenso con todos aquellos a quienes importa la defensa de la vida y de la libertad, la custodia de la verdad y del bien de la familia, la solidaridad con los necesitados y la búsqueda necesaria del bien común”.
Pero no lo lograrán sin seguir de cerca la clara orientación de Benedicto XVI: “Los cristianos no buscan la hegemonía política o cultural”. Para el cristiano la política es un servicio, un ejercicio de caridad o de amor. Para hacer posible que los cristianos –hombres y mujeres– de hoy y de mañana se comprometan con esta tarea, se requiere que las comunidades cristianas sean ante todo escuelas de identidad cristiana, de testimonio y de servicio al bien común (¿lo son, comenzando por las familias?). Esto hará que “la inteligencia de la fe” se convierta en “inteligencia de la realidad, clave de juicio y de transformación”.
Sólo así habrá cristianos con una “auténtica sabiduría política”, necesaria para afrontar el ambiente actual, que Benedicto XVI caracteriza como impregnado por el relativismo cultural y el individualismo utilitarista y hedonista.
Esa sabiduría política se distingue por la competencia profesional y la apertura a la verdad y al diálogo: “Ser exigentes en lo que se refiere a la propia competencia; servirse críticamente de las investigaciones de las ciencias humanas; afrontar la realidad en todos sus aspectos, yendo más allá de todo reduccionismo ideológico o pretensión utópica; mostrarse abiertos a todo verdadero diálogo y colaboración, teniendo presente que la política es también un complejo arte de equilibrio entre ideales e intereses”. En línea con su primera encíclica –de la que todo esto es un desarrollo–, el Papa convoca, también desde la política, a una verdadera “revolución del amor”.
Es la hora de trabajar por esta revolución. La Iglesia no está para servirse a sí misma sino al mundo. Los sacerdotes están para servir a los fieles y éstos a todas las personas. No se trata –acabamos de leer– de buscar un triunfo político o cultural por sí mismo, el triunfo de los cristianos frente al resto. Se trata de coherencia.
Por tanto, cabe preguntarse: la formación que se imparte en las comunidades cristianas ¿está de acuerdo, efectivamente, con la enseñanza de la Iglesia, tanto en los aspectos de la fe como en la moral? ¿Se enseña a los fieles que la fe incide en el contexto social y lleva a la preocupación por los más débiles? ¿Está la Doctrina social de la Iglesia en la primera línea, como consecuencia de la oración y de la participación en los sacramentos? ¿Se presentan, sobre todo a los jóvenes, ideales altos de santidad y apostolado, y al mismo tiempo se cultiva en ellos la sensibilidad por las tareas sociales, culturales y políticas, que son oportunidades para servir?
Ramiro Pellitero
cope.es
martes, 15 de junio de 2010
Descubrir el sentido de mi vida
Las circunstancias y los hechos nos golpean. La marcha de la vida deja sus huellas en el cuerpo y en el alma.
Pero más allá de lo que ocurre a nuestro alrededor, en cada ser humano, a no ser que una enfermedad psíquica haya anulado sus capacidades más profundas, hay una inteligencia y una voluntad capaces de reconocer el sentido de la propia vida.
Es una de las enseñanzas más ricas y más fecundas de Viktor Frankl (1905-1997), psiquiatra austríaco que pasó por la experiencia dramática del campo de concentración.
Frankl observó que ni las murallas, ni los golpes, ni las amenazas, ni el hambre, ni las humillaciones, eran capaces de aniquilar la fuerza interior del espíritu.
Cada prisionero podía encontrar y asumir la situación del láger. Quienes no lo lograban, quienes tiraban la toalla ante la inmensidad del drama, sucumbían a la enfermedad o llegaban al gesto dramático del suicidio.
La enseñanza de Frankl vale para situaciones menos extremas, pero vividas intensamente por cada ser humano. ¿No nos aturde escuchar que la crisis económica ha provocado suicidios entre personas que tenían un nivel de vida muy superior al de los prisioneros de Auschwitz? Por el contrario, ¿no nos lleva a poner en discusión los propios «valores» esa actitud serena de miles de pobres que llegan incluso a ofrecer un lugar en sus casas y un poco de comida a un forastero?
Mi vida avanza. Desde éxitos y desde fracasos, la historia queda escrita, con letras más o menos claras. Delante tengo un futuro incierto, que depende, en buena parte, de lo que ahora decida.
El futuro será triste si me dejo hundir por las tinieblas. Será hermoso y grande si me abro a la posibilidad de amar y si me dejo arropar por tantos corazones buenos que hoy encuentre junto a mí en el mismo caminar de la existencia humana.
Fernando Pascual
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lunes, 14 de junio de 2010
Carta de un misionero en Angola
La siguiente carta fue escrita por el misionero uruguayo P. Martín Lasarte, SDB, al periódico New York Times:
Querido hermano y hermana periodista:
Soy un simple sacerdote católico. Me siento feliz y orgulloso de mi vocación. Hace veinte años que vivo en Angola como misionero.
Me da un gran dolor por el profundo mal que personas que deberían de ser señales del amor de Dios, sean un puñal en la vida de inocentes. No hay palabra que justifique tales actos. No hay duda que la Iglesia no puede estar, sino del lado de los débiles, de los más indefensos. Por lo tanto todas las medidas que sean tomadas para la protección, prevención de la dignidad de los niños será siempre una prioridad absoluta.
Veo en muchos medios de información, sobre todo en vuestro periódico la ampliación del tema en forma morbosa, investigando en detalles la vida de algún sacerdote pedófilo. Así aparece uno de una ciudad de USA, de la década del 70, otro en Australia de los años 80 y así de frente, otros casos recientes… Ciertamente todo condenable! Se ven algunas presentaciones periodísticas ponderadas y equilibradas, otras amplificadas, llenas de preconceptos y hasta odio.
¡Es curiosa la poca noticia y desinterés por miles y miles de sacerdotes que se consumen por millones de niños, por los adolescentes y los más desfavorecidos en los cuatro ángulos del mundo! Pienso que a vuestro medio de información no le interesa que yo haya tenido que transportar, por caminos minados en el año 2002, a muchos niños desnutridos desde Cangumbe a Lwena (Angola), pues ni el gobierno se disponía y las ONG’s no estaban autorizadas; que haya tenido que enterrar decenas de pequeños fallecidos entre los desplazados de guerra y los que han retornado; que le hayamos salvado la vida a miles de personas en México mediante el único puesto médico en 90.000 km2, así como con la distribución de alimentos y semillas; que hayamos dado la oportunidad de educación en estos 10 años y escuelas a más de 110.000 niños...
No es de interés que con otros sacerdotes hayamos tenido que socorrer la crisis humanitaria de cerca de 15.000 personas en los acuartelamientos de la guerrilla, después de su rendición, porque no llegaban los alimentos del Gobierno y la ONU. No es noticia que un sacerdote de 75 años, el P. Roberto, por las noches recorra las ciudad de Luanda curando a los chicos de la calle, llevándolos a una casa de acogida, para que se desintoxiquen de la gasolina, que alfabeticen cientos de presos; que otros sacerdotes, como P. Stefano, tengan casas de pasaje para los chicos que son golpeados, maltratados y hasta violentados y buscan un refugio.
Tampoco que Fray Maiato con sus 80 años, pase casa por casa confortando los enfermos y desesperados. No es noticia que más de 60.000 de los 400.000 sacerdotes, y religiosos hayan dejado su tierra y su familia para servir a sus hermanos en una leprosería, en hospitales, campos de refugiados, orfanatos para niños acusados de hechiceros o huérfanos de padres que fallecieron con Sida, en escuelas para los más pobres, en centros de formación profesional, en centros de atención a cero positivos… o sobretodo, en parroquias y misiones dando motivaciones a la gente para vivir y amar.
No es noticia que mi amigo, el P. Marcos Aurelio, por salvar a unos jóvenes durante la guerra en Angola, los haya transportado de Kalulo a Dondo y volviendo a su misión haya sido ametrallado en el camino; que el hermano Francisco, con cinco señoras catequistas, por ir a ayudar a las áreas rurales más recónditas hayan muerto en un accidente en la calle; que decenas de misioneros en Angola hayan muerto por falta de socorro sanitario, por una simple malaria; que otros hayan saltado por los aires, a causa de una mina, visitando a su gente. En el cementerio de Kalulo están las tumbas de los primeros sacerdotes que llegaron a la región…Ninguno pasa los 40 años.
No es noticia acompañar la vida de un Sacerdote “normal” en su día a día, en sus dificultades y alegrías consumiendo sin ruido su vida a favor de la comunidad que sirve.
La verdad es que no procuramos ser noticia, sino simplemente llevar la Buena Noticia, esa noticia que sin ruido comenzó en la noche de Pascua. Hace más ruido un árbol que cae que un bosque que crece.
No pretendo hacer una apología de la Iglesia y de los sacerdotes. El sacerdote no es ni un héroe ni un neurótico. Es un simple hombre, que con su humanidad busca seguir a Jesús y servir sus hermanos. Hay miserias, pobrezas y fragilidades como en cada ser humano; y también belleza y bondad como en cada criatura…
Insistir en forma obsesionada y persecutoria en un tema perdiendo la visión de conjunto crea verdaderamente caricaturas ofensivas del sacerdocio católico en la cual me siento ofendido.
Sólo le pido amigo periodista, busque la Verdad, el Bien y la Belleza. Eso lo hará noble en su profesión.
En Cristo.
webcatolicodejavier.org
domingo, 13 de junio de 2010
La pecadora arrepentida
Meditación: Ama y haz lo que quieras
Lucas 7, 36-8,3
En aquel tiempo un fariseo le rogó a Jesús que comiera con él, y, entrando Jesús en la casa del fariseo, se puso a la mesa. Había en la ciudad una mujer pecadora pública, quien al saber que estaba comiendo en casa del fariseo, llevó un frasco de alabastro de perfume, y poniéndose detrás, a los pies de él, comenzó a llorar, y con sus lágrimas le mojaba los pies y con los cabellos de su cabeza se los secaba; besaba sus pies y los ungía con el perfume. Al verlo el fariseo que le había invitado, se decía para sí: Si éste fuera profeta, sabría quién y qué clase de mujer es la que le está tocando, pues es una pecadora. Jesús le respondió: Simón, tengo algo que decirte. Él dijo: Di, maestro. Un acreedor tenía dos deudores: uno debía quinientos denarios y el otro cincuenta. Como no tenían para pagarle, perdonó a los dos. ¿Quién de ellos le amará más? Respondió Simón: Supongo que aquel a quien perdonó más. Él le dijo: Has juzgado bien, y volviéndose hacia la mujer, dijo a Simón: ¿Ves a esta mujer? Entré en tu casa y no me diste agua para los pies. Ella, en cambio, ha mojado mis pies con lágrimas, y los ha secado con sus cabellos. No me diste el beso. Ella, desde que entró, no ha dejado de besarme los pies. No ungiste mi cabeza con aceite. Ella ha ungido mis pies con perfume. Por eso te digo que quedan perdonados sus muchos pecados, porque ha mostrado mucho amor. A quien poco se le perdona, poco amor muestra. Y le dijo a ella: Tus pecados quedan perdonados. Los comensales empezaron a decirse para sí: ¿Quién es éste que hasta perdona los pecados? Pero Él dijo a la mujer: Tu fe te ha salvado. Vete en paz. Juana, mujer de Cusa, un administrador de Herodes, Susana y otras muchas que les servían con sus bienes.
Reflexión
Cada hombre vale lo que puede valer su amor. El amor, lo dijo alguien hace muchos siglos, no tiene precio. Se atribuye al rey Salomón esta frase: “Si alguien quisiese comprar todo el amor con todas sus riquezas se haría el más despreciable entre los hombres”. Un empresario multimillonario puede comprar las acciones de muchas empresas más débiles que la suya, pero no puede lograr, con todos sus miles de millones de dólares, comprar la sonrisa amorosa de su esposa o de sus hijos. Y si el amor es algo inapreciable, si vale más que todos los diamantes de Sudáfrica, vale mucho más la persona, cada hombre o mujer, capaces de amar.
Por eso podemos decir que cuesta mucho, muchísimo, casi una cifra infinita de dólares, cada ser humano. Mejor aún: tiene un precio que sólo se puede comprender cuando entramos en la lógica del “banco del amor”, cuando aprendemos a mirar a los demás con los ojos de quien descubre que todos nacemos y vivimos si nos sostiene el amor de los otros, y que nuestra vida es imposible el día en que nos dejen de amar y en el que nos olvidemos de amar.
¿Quieres saber cuánto vales? No cuentes lo que tienes. Mira solamente si te aman y si amas, como esta mujer pecadora que amaba a Cristo y Cristo la amaba porque sabía que le daba no sólo un valioso perfume sobre sus pies, sino un valioso amor que vale más que todas las riquezas del fariseo. El fariseo dejaba de lado a todos aquellos que él consideraba pecadores pero no sabía que en el corazón de Cristo no hay apartados. Él ama a todos los hombres y espera ser correspondido por cada uno de ellos. De igual forma en nuestra vida, amemos a los hombres sin considerar su fealdad o belleza, su condición social o sus defectos.
El amor cubre una multitud de pecados, por eso ella puede escuchar de labios de Jesús: ¡vete en paz! Es un atrevimiento y un escándalo para quien está falto de amor, pues sólo desde el amor se entiende el perdón. Si no, que lo diga una madre dispuesta siempre a perdonar los extravíos de su hijo.
El amor es la fuerza del alma y la llave que abre todas las puertas.
Dios Padre misericordioso, lento a la ira y rico en clemencia, ten compasión de tus hijos pecadores y apiádate de las obras de tus manos para que podamos permanecer en pie el día de tu venida gloriosa.
Misael Cisneros
catholic.net
Ama y haz lo que quieras
“Ama y haz lo que quieras”.
Mientras ames a Cristo y por Cristo a los hombres y por Cristo a la vocación de cristiano o de consagrado, puedes hacer lo que quieras; el amor te mantendrá en el justo orden.
Si se dice a la inversa: “Haz lo que quieras y no ames”, estarás perdido; perdido estuviste tantas veces por querer hacer tu vida sin amor, perdido estás ahora por querer hacer y hacer, y no darte tiempo para amar.
Amar a Cristo es tarea sencilla. Se logra con los detalles de cada día. Sumados todos los pequeños sacrificios de una jornada, forman una gran cosecha. A veces hace uno las cosas, las tiene que hacer, pero el amor brilla por su ausencia; tantas otras el amor se supone, pero no existe, y las más, existe moribundo, enclenque, enflaquecido, que da pena.
Eres lo que amas, vives o mueres del corazón
“Ama y haz lo que quieras”: entonces, ama y despreocúpate de todo. Cada día es una oportunidad de amar, cada día debes verlo con la ambición, con la ilusión del enamorado, que no se conforma con un amorcillo cualquiera, sino que sólo descansa en el amor eterno y en el amor total.
El amor es la respuesta, amor apasionado, amor gigante al Gigante del amor. Si dejas de amar, nadie te salva, pero, si el amor vigila, no hay porqué temer.
Tienes un peligro ante la vista, el tomar los propósitos con estilo militar, el olvidarte del amor por anclarte en el hacer. Por amor te levantas y por amor te acuestas, por amor luchas y trabajas y por amor, descansas. La oración te lanza al amor y el apostolado lo haces por amor. Si el amor en ti es más fuerte que la muerte, también tú podrás gritar: “¿Quién me arrancará del amor a Cristo?”
“Ama y haz lo que quieras”. No quieras complicar tu trabajo por las almas ni la vida misma, debes concentrarte en este sólo amar con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente y con todas tus fuerzas. Pregúntate al despertar cada mañana: ¿De qué nueva forma voy a amar a Cristo?
No seas prisionero de la rutina o del cansancio: algo nuevo, vivo, fresco debes encontrar cada día, que transforme esa jornada en una aventura.
“Ama y haz lo que quieras”: Ama cuando rezas, cuando trabajas en el colegio o en la oficina, cuando te encierras en tu cuarto, cuando conduces el coche o caminas por los campos.
¡Ama! Ama todo lo que puedas, pon tu corazón a mil revoluciones; el amor, verás, terminará con todas tus cadenas, las cadenas antiguas que te hicieron agonizar en la mazmorra. El amor te llevará a la cumbre de la santidad, el amor te volverá intrépido en la batalla del Reino; ama y despreocúpate; pero, cuidado con los enemigos del amor. Si tu amor muere, habrás muerto tú, y asistirán a tu sepultura, la sepultura de tus grandes ideales, las pasiones guiadas por el Padre de la mentira-
P.Mariano de Blas
catholic.net
sábado, 12 de junio de 2010
Inmaculado Corazón de María
Fiesta: 12 de junio
María, Madre de Jesús y nuestra, nos señala hoy su Inmaculado Corazón. Un corazón que arde de amor divino, que rodeado de rosas blancas nos muestra su pureza total y que atravesado por una espada nos invita a vivir el sendero del dolor-alegría.
La Fiesta de su Inmaculado Corazón nos remite de manera directa y misteriosa al Sagrado Corazón de Jesús. Y es que en María todo nos dirige a su Hijo. Los Corazones de Jesús y María están maravillosamente unidos en el tiempo y la eternidad...
La Iglesia nos enseña que el modo más seguro de llegar a Jesús es por medio de su Madre.
Por ello, nos consagramos al Corazón de Jesús por medio del Corazón de María. Esto se hace evidente en la liturgia, al celebrar ambas fiestas de manera consecutiva, viernes y sábado respectivamente, en la semana siguiente al domingo del Corpus Christi.
Santa María, Mediadora de todas las gracias, nos invita a confiar en su amor maternal, a dirigir nuestras plegarias pidiéndole a su Inmaculado Corazón que nos ayude a conformarnos con su Hijo Jesús.
Venerar su Inmaculado Corazón significa, pues, no sólo reverenciar el corazón físico sino también su persona como fuente y fundamento de todas sus virtudes. Veneramos expresamente su Corazón como símbolo de su amor a Dios y a los demás.
El Corazón de Nuestra Madre nos muestra claramente la respuesta a los impulsos de sus dinamismos fundamentales, percibidos, por su profunda pureza, en el auténtico sentido. Al escoger los caminos concretos entre la variedad de las posibilidades, que como a toda persona se le ofrece, María, preservada de toda mancha por la gracia, responde ejemplar y rectamente a la dirección de tales dinamismos, precisamente según la orientación en ellos impresa por el Plan de Dios.
Ella, quien atesoraba y meditaba todos los signos de Dios en su Corazón, nos llama a esforzarnos por conocer nuestro propio corazón, es decir la realidad profunda de nuestro ser, aquel misterioso núcleo donde encontramos la huella divina que exige el encuentro pleno con Dios Amor.
aciprensa.com
La autocensura católica
Que los enemigos de la religión católica obstaculicen, marginen o censuren artículos o programas católicos resulta comprensible aunque injusto. En ocasiones el odio a la Iglesia llega a extremos de intolerancia que ni siquiera Voltaire aceptaría.
Pero que haya entre los mismos católicos quienes, por una mal entendida prudencia, tengan miedo de enseñar su fe, e impidan a sus mismos hermanos en la fe la publicación o difusión de la doctrina católica, es algo que causa pena y confusión.
Es cierto que hay que ser prudentes como serpientes y sencillos como palomas (cf. Mt 10,16). Es cierto también que escribir un artículo “muy católico” puede asustar a algunos lectores, provocar reacciones de rechazo, incluso cerrar puertas de comunicación que hasta ahora permanecían abiertas. Es cierto que hay que ir poco a poco, pues presentar la propia fe de modo inadecuado provoca en algunos actitudes de rechazo en vez de ayudar a las personas a un sereno encuentro con Cristo.
Si lo anterior es verdad, también lo es que hay que subir a las terrazas y predicar las enseñanzas de Cristo con valor y confianza, pues no se enciende la luz para esconderla, sino para que brille e ilumine (cf. Mt 5,14-16).
El Maestro pidió a sus discípulos (también a nosotros) que anunciásemos la Buena Noticia, el Evangelio, a todo el mundo (cf. Mc 16,15). No podemos guardarlo escondido por miedo a quienes hostigan sin cesar el gran don de la salvación.
Es Cristo mismo el que nos invita, nos lanza, nos acompaña. Es Cristo el que desea reunir a todos los hombres para que haya un solo rebaño y un solo pastor (cf. Jn 10,14-16). Es Cristo el que desea que nadie se pierda, que todos puedan llegar a la gran fiesta de los cielos (cf. Mt 18,14).
Por eso anunciar a Cristo, en todos los areópagos, en la prensa o en internet, en la televisión o en la radio, en las conversaciones de cada día o en el trabajo, es uno de los compromisos más urgentes que tenemos como bautizados.
Cada católico puede apropiarse, en la medida de sus posibilidades, las palabras que el Papa Pablo VI dijo en Manila el 29 de noviembre de 1970:
“Yo soy Apóstol y Testigo. Cuanto más lejana está la meta, cuanto más difícil es el mandato, con tanta mayor vehemencia nos apremia el amor. Debo predicar su nombre: Jesucristo es el Mesías, el Hijo de Dios Vivo; Él es quien nos ha revelado al Dios Invisible, Él es el primogénito de toda criatura, y todo se mantiene en Él. Él es también el Maestro y Redentor de los hombres; Él nació, murió y resucitó por nosotros”.
¿Por qué esa urgencia de predicar a Cristo? Benedicto XVI quiso dar una respuesta en su viaje a Fátima, Portugal (13 de mayo de 2010):
“Verdaderamente, los tiempos en que vivimos exigen una nueva fuerza misionera en los cristianos, llamados a formar un laicado maduro, identificado con la Iglesia, solidario con la compleja transformación del mundo. Se necesitan auténticos testigos de Jesucristo, especialmente en aquellos ambientes humanos donde el silencio de la fe es más amplio y profundo: entre los políticos, intelectuales, profesionales de los medios de comunicación, que profesan y promueven una propuesta monocultural, desdeñando la dimensión religiosa y contemplativa de la vida. En dichos ámbitos, hay muchos creyentes que se avergüenzan y dan una mano al secularismo, que levanta barreras a la inspiración cristiana”.
Más allá de cualquier censura, venga de los enemigos de Dios o de los mismos creyentes que tienen miedo a las críticas del mundo, podemos hacer nuestro el empuje misionero de san Pablo: “Predicar el Evangelio no es para mí ningún motivo de gloria; es más bien un deber que me incumbe. Y ¡ay de mí si no predicara el Evangelio!” (1Co 9,16-17).
Sí: tenemos que predicar el Evangelio con urgencia, por amor a Cristo y por amor a tantos hombres que lo necesitan y lo esperan en un mundo cada día más hambriento de esperanza y de misericordia.
P.Fernando Pascual
catholic.net
viernes, 11 de junio de 2010
Clausura del Año Sacerdotal
Homilía en la Clausura del Año Sacerdotal
S.S. Benedicto XVI
“Dios se acerca al hombre a través del sacerdote”
Queridos hermanos en el ministerio sacerdotal,
Queridos hermanos y hermanas
El Año Sacerdotal que hemos celebrado, 150 años después de la muerte del santo Cura de Ars, modelo del ministerio sacerdotal en nuestros días, llega a su fin. Nos hemos dejado guiar por el Cura de Ars para comprender de nuevo la grandeza y la belleza del ministerio sacerdotal. El sacerdote no es simplemente alguien que detenta un oficio, como aquellos que toda sociedad necesita para que puedan cumplirse en ella ciertas funciones. Por el contrario, el sacerdote hace lo que ningún ser humano puede hacer por sí mismo: pronunciar en nombre de Cristo la palabra de absolución de nuestros pecados, cambiando así, a partir de Dios, la situación de nuestra vida. Pronuncia sobre las ofrendas del pan y el vino las palabras de acción de gracias de Cristo, que son palabras de transustanciación, palabras que lo hacen presente a Él mismo, el Resucitado, su Cuerpo y su Sangre, transformando así los elementos del mundo; son palabras que abren el mundo a Dios y lo unen a Él. Por tanto, el sacerdocio no es un simple «oficio», sino un sacramento: Dios se vale de un hombre con sus limitaciones para estar, a través de él, presente entre los hombres y actuar en su favor. Esta audacia de Dios, que se abandona en las manos de seres humanos; que, aun conociendo nuestras debilidades, considera a los hombres capaces de actuar y presentarse en su lugar, esta audacia de Dios es realmente la mayor grandeza que se oculta en la palabra «sacerdocio». Que Dios nos considere capaces de esto; que por eso llame a su servicio a hombres y, así, se una a ellos desde dentro, esto es lo que en este año hemos querido de nuevo considerar y comprender. Queríamos despertar la alegría de que Dios esté tan cerca de nosotros, y la gratitud por el hecho de que Él se confíe a nuestra debilidad; que Él nos guíe y nos ayude día tras día. Queríamos también, así, enseñar de nuevo a los jóvenes que esta vocación, esta comunión de servicio por Dios y con Dios, existe; más aún, que Dios está esperando nuestro «sí». Junto con la Iglesia, hemos querido destacar de nuevo que tenemos que pedir a Dios esta vocación. Pedimos trabajadores para la mies de Dios, y esta plegaria a Dios es, al mismo tiempo, una llamada de Dios al corazón de jóvenes que se consideren capaces de eso mismo para lo que Dios los cree capaces. Era de esperar que al «enemigo» no le gustara que el sacerdocio brillara de nuevo; él hubiera preferido verlo desaparecer, para que al fin Dios fuera arrojado del mundo. Y así ha ocurrido que, precisamente en este año de alegría por el sacramento del sacerdocio, han salido a la luz los pecados de los sacerdotes, sobre todo el abuso a los pequeños, en el cual el sacerdocio, que lleva a cabo la solicitud de Dios por el bien del hombre, se convierte en lo contrario. También nosotros pedimos perdón insistentemente a Dios y a las personas afectadas, mientras prometemos que queremos hacer todo lo posible para que semejante abuso no vuelva a suceder jamás; que en la admisión al ministerio sacerdotal y en la formación que prepara al mismo haremos todo lo posible para examinar la autenticidad de la vocación; y que queremos acompañar aún más a los sacerdotes en su camino, para que el Señor los proteja y los custodie en las situaciones dolorosas y en los peligros de la vida. Si el Año Sacerdotal hubiera sido una glorificación de nuestros logros humanos personales, habría sido destruido por estos hechos. Pero, para nosotros, se trataba precisamente de lo contrario, de sentirnos agradecidos por el don de Dios, un don que se lleva en «vasijas de barro», y que una y otra vez, a través de toda la debilidad humana, hace visible su amor en el mundo. Así, consideramos lo ocurrido como una tarea de purificación, un quehacer que nos acompaña hacia el futuro y que nos hace reconocer y amar más aún el gran don de Dios. De este modo, el don se convierte en el compromiso de responder al valor y la humildad de Dios con nuestro valor y nuestra humildad. La palabra de Cristo, que hemos entonado como canto de entrada en la liturgia de hoy, puede decirnos en este momento lo que significa hacerse y ser sacerdote: «Cargad con mi yugo y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón» (Mt 11,29).
Celebramos la fiesta del Sagrado Corazón de Jesús y con la liturgia echamos una mirada, por así decirlo, dentro del corazón de Jesús, que al morir fue traspasado por la lanza del soldado romano. Sí, su corazón está abierto por nosotros y ante nosotros; y con esto nos ha abierto el corazón de Dios mismo. La liturgia interpreta para nosotros el lenguaje del corazón de Jesús, que habla sobre todo de Dios como pastor de los hombres, y así nos manifiesta el sacerdocio de Jesús, que está arraigado en lo íntimo de su corazón; de este modo, nos indica el perenne fundamento, así como el criterio válido de todo ministerio sacerdotal, que debe estar siempre anclado en el corazón de Jesús y ser vivido a partir de él. Quisiera meditar hoy, sobre todo, los textos con los que la Iglesia orante responde a la Palabra de Dios proclamada en las lecturas. En esos cantos, palabra y respuesta se compenetran. Por una parte, están tomados de la Palabra de Dios, pero, por otra, son ya al mismo tiempo la respuesta del hombre a dicha Palabra, respuesta en la que la Palabra misma se comunica y entra en nuestra vida. El más importante de estos textos en la liturgia de hoy es el Salmo 23 [22] – «El Señor es mi pastor» –, en el que el Israel orante acoge la autorevelación de Dios como pastor, haciendo de esto la orientación para su propia vida. «El Señor es mi pastor, nada me falta». En este primer versículo se expresan alegría y gratitud porque Dios está presente y cuida del hombre. La lectura tomada del Libro de Ezequiel empieza con el mismo tema: «Yo mismo en persona buscaré a mis ovejas, siguiendo su rastro» (Ez 34,11). Dios cuida personalmente de mí, de nosotros, de la humanidad. No me ha dejado solo, extraviado en el universo y en una sociedad ante la cual uno se siente cada vez más desorientado. Él cuida de mí. No es un Dios lejano, para quien mi vida no cuenta casi nada. Las religiones del mundo, por lo que podemos ver, han sabido siempre que, en último análisis, sólo hay un Dios. Pero este Dios era lejano. Abandonaba aparentemente el mundo a otras potencias y fuerzas, a otras divinidades. Había que llegar a un acuerdo con éstas. El Dios único era bueno, pero lejano. No constituía un peligro, pero tampoco ofrecía ayuda. Por tanto, no era necesario ocuparse de Él. Él no dominaba. Extrañamente, esta idea ha resurgido en la Ilustración. Se aceptaba no obstante que el mundo presupone un Creador. Este Dios, sin embargo, habría construido el mundo, para después retirarse de él. Ahora el mundo tiene un conjunto de leyes propias según las cuales se desarrolla, y en las cuales Dios no interviene, no puede intervenir. Dios es sólo un origen remoto. Muchos, quizás, tampoco deseaban que Dios se preocupara de ellos. No querían que Dios los molestara. Pero allí donde la cercanía del amor de Dios se percibe como molestia, el ser humano se siente mal. Es bello y consolador saber que hay una persona que me quiere y cuida de mí. Pero es mucho más decisivo que exista ese Dios que me conoce, me quiere y se preocupa por mí. «Yo conozco mis ovejas y ellas me conocen» (Jn 10,14), dice la Iglesia antes del Evangelio con una palabra del Señor. Dios me conoce, se preocupa de mí. Este pensamiento debería proporcionarnos realmente alegría. Dejemos que penetre intensamente en nuestro interior. En ese momento comprendemos también qué significa: Dios quiere que nosotros como sacerdotes, en un pequeño punto de la historia, compartamos sus preocupaciones por los hombres. Como sacerdotes, queremos ser personas que, en comunión con su amor por los hombres, cuidemos de ellos, les hagamos experimentar en lo concreto esta atención de Dios. Y, por lo que se refiere al ámbito que se le confía, el sacerdote, junto con el Señor, debería poder decir: «Yo conozco mis ovejas y ellas me conocen». «Conocer», en el sentido de la Sagrada Escritura, nunca es solamente un saber exterior, igual que se conoce el número telefónico de una persona. «Conocer» significa estar interiormente cerca del otro. Quererle. Nosotros deberíamos tratar de «conocer» a los hombres de parte de Dios y con vistas a Dios; deberíamos tratar de caminar con ellos en la vía de la amistad con Dios.
Volvamos al Salmo. Allí se dice: «Me guía por el sendero justo, por el honor de su nombre. Aunque camine por cañadas oscuras, nada temo, porque tú vas conmigo: tu vara y tu cayado me sosiegan» (23 [22], 3s). El pastor muestra el camino correcto a quienes le están confiados. Los precede y guía. Digámoslo de otro modo: el Señor nos muestra cómo se realiza en modo justo nuestro ser hombres. Nos enseña el arte de ser persona. ¿Qué debo hacer para no arruinarme, para no desperdiciar mi vida con la falta de sentido? En efecto, ésta es la pregunta que todo hombre debe plantearse y que sirve para cualquier período de la vida. ¡Cuánta oscuridad hay alrededor de esta pregunta en nuestro tiempo! Siempre vuelve a nuestra mente la palabra de Jesús, que tenía compasión por los hombres, porque estaban como ovejas sin pastor. Señor, ten piedad también de nosotros. Muéstranos el camino. Sabemos por el Evangelio que Él es el camino. Vivir con Cristo, seguirlo, esto significa encontrar el sendero justo, para que nuestra vida tenga sentido y para que un día podamos decir: "Sí, vivir ha sido algo bueno". El pueblo de Israel estaba y está agradecido a Dios, porque ha mostrado en los mandamientos el camino de la vida. El gran salmo 119 (118) es una expresión de alegría por este hecho: nosotros no andamos a tientas en la oscuridad. Dios nos ha mostrado cuál es el camino, cómo podemos caminar de manera justa. La vida de Jesús es una síntesis y un modelo vivo de lo que afirman los mandamientos. Así comprendemos que estas normas de Dios no son cadenas, sino el camino que Él nos indica. Podemos estar alegres por ellas y porque en Cristo están ante nosotros como una realidad vivida. Él mismo nos hace felices. Caminando junto a Cristo tenemos la experiencia de la alegría de la Revelación, y como sacerdotes debemos comunicar a la gente la alegría de que nos haya mostrado el camino justo.
Después viene una palabra referida a la "cañada oscura", a través de la cual el Señor guía al hombre. El camino de cada uno de nosotros nos llevará un día a la cañada oscura de la muerte, a la que ninguno nos puede acompañar. Y Él estará allí. Cristo mismo ha descendido a la noche oscura de la muerte. Tampoco allí nos abandona. También allí nos guía. "Si me acuesto en el abismo, allí te encuentro", dice el salmo 139 (138). Sí, tú estás presente también en la última fatiga, y así el salmo responsorial puede decir: también allí, en la cañada oscura, nada temo. Sin embargo, hablando de la cañada oscura, podemos pensar también en las cañadas oscuras de las tentaciones, del desaliento, de la prueba, que toda persona humana debe atravesar. También en estas cañadas tenebrosas de la vida Él está allí. Señor, en la oscuridad de la tentación, en las horas de la oscuridad, en que todas las luces parecen apagarse, muéstrame que tú estás allí. Ayúdanos a nosotros, sacerdotes, para que podamos estar junto a las personas que en esas noches oscuras nos han sido confiadas, para que podamos mostrarles tu luz.
«Tu vara y tu cayado me sosiegan»: el pastor necesita la vara contra las bestias salvajes que quieren atacar el rebaño; contra los salteadores que buscan su botín. Junto a la vara está el cayado, que sostiene y ayuda a atravesar los lugares difíciles. Las dos cosas entran dentro del ministerio de la Iglesia, del ministerio del sacerdote. También la Iglesia debe usar la vara del pastor, la vara con la que protege la fe contra los farsantes, contra las orientaciones que son, en realidad, desorientaciones. En efecto, el uso de la vara puede ser un servicio de amor. Hoy vemos que no se trata de amor, cuando se toleran comportamientos indignos de la vida sacerdotal. Como tampoco se trata de amor si se deja proliferar la herejía, la tergiversación y la destrucción de la fe, como si nosotros inventáramos la fe autónomamente. Como si ya no fuese un don de Dios, la perla preciosa que no dejamos que nos arranquen. Al mismo tiempo, sin embargo, la vara continuamente debe transformarse en el cayado del pastor, cayado que ayude a los hombres a poder caminar por senderos difíciles y seguir a Cristo.
Al final del salmo, se habla de la mesa preparada, del perfume con que se unge la cabeza, de la copa que rebosa, del habitar en la casa del Señor. En el salmo, esto muestra sobre todo la perspectiva del gozo por la fiesta de estar con Dios en el templo, de ser hospedados y servidos por él mismo, de poder habitar en su casa. Para nosotros, que rezamos este salmo con Cristo y con su Cuerpo que es la Iglesia, esta perspectiva de esperanza ha adquirido una amplitud y profundidad todavía más grande. Vemos en estas palabras, por así decir, una anticipación profética del misterio de la Eucaristía, en la que Dios mismo nos invita y se nos ofrece como alimento, como aquel pan y aquel vino exquisito que son la única respuesta última al hambre y a la sed interior del hombre. ¿Cómo no alegrarnos de estar invitados cada día a la misma mesa de Dios y habitar en su casa? ¿Cómo no estar alegres por haber recibido de Él este mandato: "Haced esto en memoria mía"? Alegres porque Él nos ha permitido preparar la mesa de Dios para los hombres, de ofrecerles su Cuerpo y su Sangre, de ofrecerles el don precioso de su misma presencia. Sí, podemos rezar juntos con todo el corazón las palabras del salmo: «Tu bondad y tu misericordia me acompañan todos los días de mi vida» (23 [22], 6).
Por último, veamos brevemente los dos cantos de comunión sugeridos hoy por la Iglesia en su liturgia. Ante todo, está la palabra con la que san Juan concluye el relato de la crucifixión de Jesús: «uno de los soldados con la lanza le traspasó el costado, y al punto salió sangre y agua» (Jn 19,34). El corazón de Jesús es traspasado por la lanza. Se abre, y se convierte en una fuente: el agua y la sangre que manan aluden a los dos sacramentos fundamentales de los que vive la Iglesia: el Bautismo y la Eucaristía. Del costado traspasado del Señor, de su corazón abierto, brota la fuente viva que mana a través de los siglos y edifica la Iglesia. El corazón abierto es fuente de un nuevo río de vida; en este contexto, Juan ciertamente ha pensado también en la profecía de Ezequiel, que ve manar del nuevo templo un río que proporciona fecundidad y vida (Ez 47): Jesús mismo es el nuevo templo, y su corazón abierto es la fuente de la que brota un río de vida nueva, que se nos comunica en el Bautismo y la Eucaristía.
La liturgia de la solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús, sin embargo, prevé como canto de comunión otra palabra, afín a ésta, extraída del evangelio de Juan: «El que tenga sed, que venga a mí; el que cree en mí que beba. Como dice la Escritura: De sus entrañas manarán torrentes de agua viva» (cfr. Jn 7,37s). En la fe bebemos, por así decir, del agua viva de la Palabra de Dios. Así, el creyente se convierte él mismo en una fuente, que da agua viva a la tierra reseca de la historia. Lo vemos en los santos. Lo vemos en María que, como gran mujer de fe y de amor, se ha convertido a lo largo de los siglos en fuente de fe, amor y vida. Cada cristiano y cada sacerdote deberían transformarse, a partir de Cristo, en fuente que comunica vida a los demás. Deberíamos dar el agua de la vida a un mundo sediento. Señor, te damos gracias porque nos has abierto tu corazón; porque en tu muerte y resurrección te has convertido en fuente de vida. Haz que seamos personas vivas, vivas por tu fuente, y danos ser también nosotros fuente, de manera que podamos dar agua viva a nuestro tiempo. Te agradecemos la gracia del ministerio sacerdotal. Señor, bendícenos y bendice a todos los hombres de este tiempo que están sedientos y buscando. Amén.
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