Para que el abandono sea auténtico y engendre la paz, es necesario que sea total.
Que pongamos todo, sin excepción, en las manos de Dios, no buscando nunca interferir, “salvar” por nuestros medios, ni en el dominio material, ni afectivo, ni espiritual. No se puede recortar la existencia humana en sectores: algunos en los cuales sería legítimo abandonarse en Dios con confianza y otros, por el contrario, en los cuales uno debería “arreglárselas” exclusivamente por cuenta propia.
Y sepamos una cosa: toda realidad que no hayamos abandonado, que queramos manejar por nuestra cuenta sin dar “carta blanca” a Dios, seguirá de alguna manera inquietándonos. La medida de nuestra paz interior será la de nuestro abandono, por lo tanto, la de nuestro desprendimiento.
El abandono implica también una parte inevitable de renuncia, y es eso lo que nos resulta más difícil de aceptar. Tenemos una tendencia natural a aferrarnos a una cantidad de cosas: bienes materiales, afectos, deseos, proyectos, etc. Y nos cuesta terriblemente soltarlos, pues tenemos la impresión de perdernos, de morir.
Es entonces que debemos creer con todo nuestro corazón en la Palabra de Jesús, en esta ley de “el que pierda gana”, tan explícita en el Evangelio: “Pues el que quiera asegurar su vida la perderá, pero el que sacrifique su vida por causa mía, la hallará” (Mt. 16, 25). El que acepte esta muerte del desprendimiento, del renunciamiento, encuentra la verdadera vida.
El hombre que se aferra a alguna cosa, que quiere salvaguardar un dominio cualquiera de su vida para administrarlo según su conveniencia sin abandonarlo radicalmente entre las manos de Dios, hace un mal cálculo: se carga de preocupaciones inútiles y se expone a la inquietud de la pérdida.
Por el contrario, el que acepta poner todo en las manos de Dios, de dejarle el permiso de tomar y de dar según su capricho, encuentra una paz y una libertad interior inexpresables. “¡Ah, si supiéramos lo que se gana renunciando a todo!”, decía Santa Teresa del Niño Jesús. Es el camino de la felicidad, porque si dejamos a Dios libre de elegir a su antojo, es infinitamente más capaz de hacernos felices que nosotros mismos, porque nos conoce y nos ama mucho más que lo que nosotros nos conocemos y nos amamos.
San Juan de la Cruz expresa esta misma verdad en otros términos: “Todos los bienes me han sido dados a partir del momento en que no los he buscado más”. Si nos desprendemos de todo poniéndolo en manos de Dios, Él nos dará mucho más, cien veces más, “en la presente vida” (Mc. 10, 30).
Jacques Philippe
Extraído de "Busca la Paz y consérvala. Pequeño tratado sobre la paz del corazón"
iglesia.org
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