martes, 17 de julio de 2012

Una presencia invisible

El lenguaje humano apenas consigue expresar a Dios lo profundo de nuestro ser. Algunos días oramos con casi nada. Mantenerse junto a Cristo en este desprendimiento es ya orar. Él comprende nuestras palabras, comprende también nuestros silencios. Y el silencio es, a veces, el todo de la oración.

¿Sabrás acoger al Resucitado hasta en la aridez de esta tierra sedienta que es tu cuerpo y tu espíritu? Y el más pequeño acontecimiento, incluso muy escondido, de una espera, hace brotar las fuentes: la bondad del corazón, las superaciones personales y también esa armonía interior que nace de la vida del Espíritu Santo derramado en nosotros.

¿Permanecerás junto al Resucitado durante largos silencios en los que nada parece ocurrir? En ellos se toman las más importantes decisiones. En la oración llegarás a preguntar a Cristo: “¿Qué esperas de mí?”. Llegará el día en que sabrás que él espera mucho, espera que seas, para los otros, un testigo de la confianza de la fe, como un reflejo de su presencia.

No te preocupes por no saber rezar bien. Sumirse en la inquietud no ha sido nunca un camino de Evangelio. “Por sí mismo, nadie puede añadir ni un solo día a su vida... Mi paz os doy... Que tu corazón deje de turbarse y de temer.”

Los miedos y ansiedades van unidos a nuestra condición humana, inmersa en sociedades heridas, vapuleadas. Es en su seno donde todo ser humano, todo creyente, camina, crea, sufre y puede llegar a conocer pulsiones internas de rebeldía y, a veces, de odio y dominación.

Por medio de su Espíritu Santo, el Resucitado transfigura lo más desconcertante de ti. Alcanza lo inalcanzable. Los pesimismos que llevas sobre ti se disuelven, puedes alejar las impresiones sombrías.

El imperceptible cambio interior, la transfiguración del ser, continúa a lo largo de la existencia. Ella hace de cada día un hoy de Dios. Ya en la tierra ella es el comienzo de tu resurrección, el inicio de una vida que no tiene fin.

Asombro de un amor sin comienzo ni fin... Te sorprenderás al decir: Jesús, el Resucitado, estaba en mí y, sin embargo, yo no sentía nada de él. ¡Tan a menudo lo buscaba en otra parte! Mientras huía de las fuentes asentadas por él en lo profundo de mi ser, por mucho que corriera a través de la tierra, yendo lejos, muy lejos, me perdía por los caminos sin salida. Una alegría en Dios parecía imposible.

Pero llegó el día en que descubrí que Cristo nunca me había dejado. Aún no me atrevía a dirigirme a él y él ya me comprendía, ya me hablaba. El bautismo había sido la marca de una invisible presencia. Cuando el velo de la duda se alzó, la confianza de la fe vino a esclarecer mi propia noche.

Hermano Roger de Taizé
“Escritos esenciales. Una confianza muy sencilla”
iglesia.org

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