viernes, 15 de noviembre de 2013

Enfermos de soledad

Creo que ya he comentado alguna vez que la más hermosa y la más desgarradora consecuencia de este cuadernillo de apuntes es, para mí, la correspondencia. Hermosa porque, semana tras semana, medemuestra que la gente -mucha gente, al menos- es mejor de lo que nos creemos: ¡Cuánto cariño, cuánta fraternidad rebosan esas cartas! Pero he dicho también que es desgarrador porque una buena parte de esa correspondencia rezuma soledad. Bastantes de los que me escriben son personas que no saben con quién hablar, con quién desahogar su alma, y lo hacen conmigo porque encuentran en esta página algo que ellos encuentran caliente. Hay mujeres casadas que me cuentan a mí lo que, el parecer, no pueden explicar a sus maridos sin recibir una sonrisa despectiva o un «no te pongas pasada». Ancianos que vuelcan en sus cartas lo que debería tener a sus hijos o nietos como destinatarios. Gentes enfermas de soledad, la peste mayor que invade nuestro esplendoroso siglo.

Pero entre todas esas cartas, las más conmovedoras son las de los adolescentes o quienes cruzan la primera juventud. Es curioso: la tele, las discotecas, nos pintan una muchachada agresiva, vitalista, abierta a todos los escándalos; pero basta quedarse en silencio con muchos de ellos para descubrir que todo eso no es otra cosa que una careta, que por dentro están solos y muchas veces tristes, que gritan y danzan frenéticamente para engañarse y aturdirse a sí mismos. Ser joven me parece que siempre fue difícil. Pero temo que hoy lo sea más que nunca. Hemos educado, durante los años pasados, como plátanos a los niños, y de repente los lanzamos a la realidad de un mundo superegoísta en el que ni cuentan con las muletas tradicionales que nos sirvieron a nosotros en nuestra adolescencia ni tienen más horizontes verosímiles de desarrollo que los de esperar a un golpe defortuna. Recuerdo que el muchacho que yo era aspiraba a vivir «en carne viva» en el sentido de ardor y entusiasmo, pero ahora veo que son los chicos de ahora quienes viven «en carne viva», con todas las heridas al aire y sin la piel familiar que antaño, con su amor, nos protegía a nosotros. Tengo sobre la mesa, entre otras, dos cartas de muchachos que describen a la perfección dos estados de esa soledad.

La primera es de una muchacha que aún no ha entrado plenamente en la vida. No está aún llena de heridas. Pero ya experimenta el vacío: «A veces -dice- he intentado explicarme la causa de este desasosiego. ¿Quizá sea una tonta crisis de un más tonto adolescente? No lo sé; sólo alcanzo a ver este vacío, este no saber qué seré, esta falta de metas o, al menos, de metas poderosas. Necesito algo que día a día me obligue a luchar, a reír, a vivir. Quizá lo que me falte sea un amigo, una amiga. Nunca los he tenido. Suelo dar mucha confianza a la gente, me cuentan sus secretos, me piden ayuda, más no he encontrado a nadie en quién apoyarme con fuerza. Quizá yo sea un fracaso en uno de los aspectos más importantes del hombre, la amistad.»

Como ustedes ven, el problema no es todavía muy grave. Es, más o menos, la misma soledad que todos conocimos a los dieciséis o dieciocho años, y que es parte de la lucha por la vida. No existe ninguna fruta que no haya sido ácida antes de su madurez. No existe ser humano que no haya buscado a tientas la felicidad. Todos hemos vivido ese dramático desnivel que hay entre los sueños y la realidad. Y afortunados quienes asumen la realidad con tanto coraje como los sueños. No son -¡ay!- muchos. Oscar Wilde comentaba que «todos nacemos reyes, pero muy pocos logran conquistar su reino. Los demás viven y mueren, como tantos reyes, en el exilio.»

¿Puedo confiar, amiga María José, en que también tú consigas encontrar y conquistar tu reino, acompañada si es posible, pero sola si no, y que no te plantes a vivir en la simple nostalgia de lo que has soñado? Hay que agarrar la vida con las dos manos, amiga, echarle coraje a la pelea, sin permitirse siquiera el tono quejumbroso de la lamentación. Los amigos vendrán, pero tardarán mucho más si los buscas como sillones en los que descansar o como desaguaderos de nostalgias. Sigue, mientras tanto, siendo tú amiga de los que a ti acuden. Un día descubrirás que vale más la amistad con la que nosotros sostenemos a otros que aquella con la que mendigamos que nos sostengan.

Más me preocupa la carta de un joven asturiano que ahora está cruzando el ecuador de esa soledad, porque acaba de tener un fracaso en el amor que le sostenía. «Los últimos meses -me dice- han sido un cúmulo de frustraciones, desilusiones, golpes y desamores. He intentado suicidarme en dos ocasiones y, por suerte o por desgracia (no lo sé con seguridad), siempre ha aparecido alguien que me lo ha impedido. En ciertos momentos me mantuvo firme mi fe cristiana, y esa ilusión, quizá inútil, de que ´mañana será mejor que el presente´. Pero la vida continuó igual. Tengo veinte años. Mis ilusiones e ideales se fueron resquebrajando, como un jarrón de fina porcelana, en la niñez. En la adolescencia comenzaron a desprenderse los primeros pedazos de ese jarrón. Y este año ya sólo me quedan mis lágrimas amargas lloradas en la soledad de mi cuarto. Apenas me quedan fuerzas para continuar viviendo esta muerte que es la vida. Dicen que Dios aprieta, pero no ahoga. Yo estoy sintiendo los primeros síntomas de asfixia.»

¿Puedo pedirte, amigo, que no sigas luchando porque el mañana vaya a ser o pueda ser mejor que el presente, sino que empieces a luchar por la simple razón de que es tu obligación como hombre que ha desacarle jugo a su vida, sea ésta la que sea? ¿Cómo podríamos llamarnos hombres si sólo estuviéramos dispuestos a serlo cuando seamos felices o, más exactamente, cuando las cosas nos vayan bien? No llores; lucha. Si has perdido «un» amor, no has perdido «el» amor. Olvídate un poco de ti, busca la manera de hacer felices a los demás. Ahí encontrarás la felicidad que nadie va a poder quitarte.

He pensado muchas veces en la desesperación que debió de sentir Adán al ver ponerse el sol el primer día de la existencia. El no podía ni soñar que volvería doce horas después. Creyó, sin duda, que se habíaido para siempre jamás. Que ya viviría para siempre en la noche. ¿Habría mitigado su tristeza arrancándose los ojos, puesto que la luz se había ido? Esperó en la tiniebla. Y el sol volvió en la mañana siguiente. Vuelve siempre. Y si no volviera, inventaríamos el fuego, o la luz eléctrica, o cualquier luz para seguir viviendo. Porque es nuestro deber de seres vivientes y de humanos. De todos modos, ¿no podríamos querernos todos un poco más para que descendiera esa peste de soledad que invade el mundo? Yo sé que todos juntos obligaríamos al sol de la felicidad a regresar más pronto.

José Luis Martín Descalzo
Razones para la esperanza
catholic.net

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