jueves, 22 de octubre de 2009

La alegría de hacer feliz a alguien

Puesto que estamos hechos para amar, sabemos que no hay mayor alegría que en un bien compartido: Da y recibe, y alegra tu vida (Eclo 14, 16). Los carismas que hemos recibido son para iluminar la vida en sociedad con el gozo de dar y recibir. Por eso, dice el Eclesiastés que no hay mayor placer que gozarse en el fruto de un trabajo (Ecli 3, 22). Las alegrías más intensas de la vida brotan cuando un don recibido provoca la felicidad de los demás, ya que hay más alegría en dar que en recibir (Hech 20, 35) y Dios ama al que da con alegría (2 Cor 9, 7).

¡Qué dulce y reconfortante alegría es la de provocar deleite en los demás! Ese gozo, efecto del amor fraterno, no es el de la vanidad de quien se mira a sí mismo, sino el del amante que se complace en el placer del amado.

Alegría de recibir


Pero el consejo bíblico dice: "Da y recibe" (Eclo 14, 16).

No basta derramarme en el otro, hacerme fecundo en él. También tengo que disponerme a recibir algo de él, a reconocer el inmenso valor del hermano. Es contemplarlo como fuente de bien para mí. Si no aprendo a admirarme y recibir de los demás, el amor está mutilado, y también estará mutilada la alegría.

Pocos advierten el acento de san Pablo cuando habla del cuerpo místico y de la importancia de los dones de todos. Allí, la actitud negativa que Pablo describe no es la de no querer dar, sino precisamente la de no querer recibir de los demás, la de no saber gozarse en el don del hermano: No puede el ojo decir a la mano: "No te necesito"… Si un miembro es honrado, todos los demás toman parte de su gozo (1 Cor 12, 21.26).

La caridad implica que el ser amado es estimado como de alto valor (Sto. Tomás de Aquino). Por eso, la vida espiritual no es sólo contemplación de Dios, sino también una contemplación del hermano en su inmensa nobleza, una admiración gozosa ante lo que Dios mismo ha sembrado en él. La capacidad de beber del cántaro del hermano es fuente de un gozo peculiar. Sin esa actitud, nuestra alegría tendrá siempre una sombra oscura.

¿Acaso puede haber verdadero amor en una pareja, si uno de los dos se encierra en sus esquemas, si se siente salvado en sus seguridades, y ya no se deja interpelar y completar por el otro?

Un límite de la alegría

La experiencia demuestra que la alegría también logra convivir, en la vida concreta, con dificultades, sufrimientos, límites. Hay muchas maneras de encontrar gozo también en medio de preocupaciones. Pero lo que más suele empañar la alegría es el sufrimiento de los demás. Lo sabe cualquiera que sepa amar, o que, al menos, intente querer a sus semejantes.

El Eclesiastés, que invita con insistencia a gozar de la vida, ha reconocido con congoja el peso de este límite: "Vi el llanto de los oprimidos, sin tener quien los consuele; la violencia de sus verdugos, sin tener quien los vengue. Y felicité a los muertos que ya perecieron, más que a los vivos que todavía viven" (Ecl 4, 1-2).

Sin embargo, conviene recordar que no ayudamos a nadie con lamentos prolongados, o con tristezas crónicas. Además, cuando miramos el dolor de los demás, allí mismo, encontramos con frecuencia muchos signos de esperanza para nuestro mundo decadente. Contemplando el universo del sufrimiento, allí mismo, en medio de enfermedades, pobreza y fracasos, podemos ver: un enfermo en un hospital que se dedica a consolar y alegrar a los que están a su lado, un pobre que comparte su pan con otro tan hambriento como él, una mujer que perdió a su esposo y se desvive por ayudar a sus hijos a seguir viviendo, un paralítico que sonríe. Verdaderas señales que estimulan nuestra alegre y segura esperanza.

Por otra parte, mi aporte a los hermanos crucificados no es la tristeza, sino la alegría de mi simple entrega en medio de las tribulaciones de mi propia vida: "Cuanto más pienso en el sufrimiento humano… más importante que nunca es entonces ser fiel a mi vocación de hacer bien las pocas cosas que estoy llamado a hacer, y conservar la alegría y la paz que ellas me dan. Debo resistir a la tentación de dejar que las fuerzas de las tinieblas me arrastren a la desesperanza y me conviertan en una más de sus víctimas". (H.J.M. Nouwen).

Desde mi humilde aporte, yo verdaderamente puedo cambiar el mundo. Suena a frase gastada, pero es real. Mi entrega en lo que me toque vivir y hacer, si está impregnada de amor sincero, desata siempre un movimiento misteriosamente positivo, produce un dinamismo subterráneo que comienza a cambiar algo en la historia. Deteniéndome a llorar las cosas grandes que no puedo hacer, estoy privando al mundo de algo grande que sí puede nacer en las pequeñas cosas. Algo nuevo se va gestando, aunque yo no lo vea, a partir de grandes sueños en pequeños granitos de mostaza.

Con esa seguridad puedo levantarme cada mañana, sin permitir que los problemas y dolores, propios y ajenos, me encierren en la comodidad y el egoísmo. Con ese dinamismo de esperanza, ofrezco a los demás mi sincera alegría.

Víctor Manuel Fernández
iglesia.org

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