viernes, 1 de junio de 2012

Un verdadero hijo de Israel

Todavía hoy son muchos los cristianos que tienen una idea demasiado pobre de la humanidad de Cristo. Creen, desde luego, en la naturaleza humana de Jesús. Pero, preocupados sobre todo por salvaguardar su divinidad, temen ensombrecerla si dan demasiado relieve a su humanidad. Puesto que es Dios, piensan, tiene que ser perfecto y pleno desde todos los puntos de vista y desde el comienzo de su vida. Sabe todo de antemano. ¿No está establecido en los designios eternos de Dios? ¿No tiene la última palabra de la historia antes de que ésta comience? Dicho de otra forma, él mismo domina su destino desde la elevada altura de su divinidad, incluso cuando se entrega al abajamiento de su encarnación y su pasión. Llevándolo al extremo, su humanidad no sería más que un ropaje fingido del que Dios se sirvió para llegar a nosotros y vivir en medio de nosotros. Su humanidad no tendría ninguna consistencia humana propia. El final es la siguiente paradoja: Jesús es hombre ciertamente, pero no es realmente un hombre.

Hay que reconocer que algunos teólogos han hecho todo lo posible para sembrar la confusión. Desde la Edad Media hasta tiempos relativamente recientes, enseñaron que Jesús gozaba, ya en su vida terrena, de la visión beatífica de Dios: veía a Dios cara a cara, ininterrumpidamente. Incluso en el momento de su abandono en la cruz seguía viendo a Dios con la chispa más secreta de su alma. (…) Esta doctrina le sacaba de la condición humana, le colocaba allá arriba, le situaba ya en la gloria, fuera del espesor de la historia.

Pero el Hijo de Dios no solo asumió la naturaleza humana, sino que a la vez asumió la condición terrena del hombre, compartiendo todas nuestras debilidades, menos el pecado. Su conciencia filial, que era enteramente una conciencia humana, la vivió dentro de nuestra misma condición de seres humanos, con todo lo que esa condición lleva consigo de limitaciones, pero también de crecimiento, libertad y perfeccionamiento. Debemos tomar muy en serio lo que dice el evangelista Lucas: “Jesús iba creciendo en sabiduría, en estatura y en el favor de Dios y de los hombres” (Lc 2,52). No sólo crecía en estatura, crecía también en sabiduría y en gracia. Y no sólo ante los hombres, sino también ante Dios.

La realidad es que Jesús no fue solamente hombre, sino un hombre perfectamente particular, marcado por su pertenencia a un pueblo y a una historia. Su humanidad no era una realidad intemporal. Estaba enraizada en un país, en un pueblo y en una cultura. Ese enraizamiento formaba parte de su humanidad; la constituía de forma decisiva.

Éloi Leclerc
“El Dios Mayor”

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