martes, 6 de julio de 2010

La Cruz y el Crucifijo‏

Fue un crucificado el que vino a traer al mundo el mensaje del amor. Un crucifijo nos recuerda a todos el poder devastador del odio y la venganza.

Por la cruz y su fuerza, el hombre ha aprendido a amar a su semejante, y a ver al que está próximo como prójimo. Con su luz ha aprendido a ser antorcha para los que sufren. Por la cruz, hombres y mujeres de todo el mundo han sacrificado sus vidas como testimonios elocuentes de servicio y caridad para llevar un poco de esperanza al hermano abatido.

Los ecos de este crucifijo siguen construyendo, a lo largo de la historia, templos vivos de humanidad y felicidad verdadera. Templos espirituales de belleza eterna que nadie podrá arrebatar ni arrancar de este mundo ni de la memoria de los hombres.

El crucifijo duele, pues nos recuerda, aún en nuestros días, que en el mundo hay víctimas, que hay explotación, hambre y guerra. Nos grita en tantos rincones oscuros que la noche no se acaba y que los niños siguen llorando por injusticias que claman al cielo.

En una sociedad donde reinan las divisiones entre ricos y pobres, fracasados y exitosos, sabios e ignorantes, marginados y exaltados; donde las líneas fronterizas son tan claras y evidentes; donde los abismos se hacen cada vez más profundos; donde entre el “tu” y el “yo” cada vez hay más silencio y desinterés... ¿Quién? ¿Quién será el que estreche esas manos de nuevo? ¿Quién logrará que nos haga abrazarnos como hermanos? ¿Quién será, si aquel que reconcilió el Cielo y la tierra, si aquel que perdonó a sus verdugos; si aquel que dio la vida por sus amigos; si aquel que ofreció su mejilla al que le insultaba, llegase a ser acallado en el silencio de la indiferencia y en la frialdad del olvido? ¿Quién nos recordará que todos los hombres somos una fraternidad sedienta y ansiosa de amor y paz? ¿Quién nos consolará? ¿Quién nos reconciliará?

Sin embargo, nuestro planeta sigue cargando la cruz, no puede arrojarla de sus espaldas. Porque la cruz no desaparece del todo, no muere. La cruz late fuerte en la vida de las personas. Niños sin sonrisas, jóvenes sin ilusión, egoísmos disfrazados de amor, vaciedad envuelta en modernismo, hombres y mujeres convertidos en instrumentos del dinero y el placer, lágrimas inocentes y clamores sordos. ¡Ahora, nos estamos quedando solos!

La cruz se nos hace pesada y rechazamos las manos que la aligeren. Olvidamos que existe un Dios capaz de sufrir por mí y conmigo, y con la memoria enferma y fría no sabremos más a quién recurrir. ¡Qué terrible orfandad a la que nos estamos enfrentando! Y la cruz, a pesar de todo, sigue ahí, viva, punzante e hiriente, en el corazón de cada hombre y mujer. Sin la luz del crucificado nuestras almas se llenarán un día de amargura y desesperanza, y a cada nuevo paso serán asaltadas por los miedos del infortunio y el fracaso...

Erradicar el crucifijo siempre será una posibilidad amenazante, mas la cruz seguirá latente en cada vida. El dolor y el sufrimiento forman parte de la vida del hombre. El sufrimiento en soledad hace del hombre un punto y aparte. El olvido de un Dios que sufrió, nos arrebata la esperanza en nuestro caminar tan humano, tan lleno de errores y de flaquezas.

Si la cruz no puede desaparecer del todo, ¿por qué, entonces, cargarla solos?

H. Pablo Yeudiel González Cuéllar
catholic.net

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