Beato Juan XXIII (1881-1963), papa
Volviendo sobre mí mismo y sobre las vicisitudes de mi humilde vida, he de reconocer que, hasta ahora, el Señor me ha ahorrado estas tribulaciones que, para tantas almas, hacen difícil y sin atractivo el servicio de la verdad, de la justicia y de la caridad... ¡Oh Dios bueno ¿cómo agradecerte las atenciones que siempre se me han otorgado en todas partes a las que he ido en tu nombre, y siempre por pura obediencia no a mi voluntad sino a la vuestra? «¿Cómo pagaré al Señor todo el bien que me ha hecho?» (Sl 115,12).
Lo veo claro, la respuesta a dar, tanto a mí mismo como al Señor, es siempre «alzar la copa de la salvación e invocar el nombre del Señor» (v.13).
En estas mismas páginas ya he hecho alusión a que si un día me llega una gran tribulación, será preciso acogerla con agrado; y si se hace esperar un poco debo continuar bebiendo de la sangre de Jesús acompañado por este cortejo de tribulaciones pequeñas o grandes que la bondad del Señor querrá rodearla. Siempre me ha impresionado mucho, y todavía ahora, este corto salmo 130 que dice: «Señor, mi corazón no es ambicioso ni mis ojos altaneros; no pretendo grandezas que superan mi capacidad sino que acallo y modero mis deseos, como un niño en brazos de su madre». ¡Oh, cuánto amo estas palabras! Pero, si acaso hacia el fin de mi vida me turbara, mi Señor Jesús, tú me fortalecerás en mi tribulación. Tu sangre, tu sangre que continuaré bebiendo de tu cáliz, es decir, de tu corazón, será para mí prenda de salvación y de gozo eterno. «Una tribulación pasajera y liviana produce un inmenso e incalculable tesoro de gloria» (2C 4,17).
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domingo, 12 de julio de 2009
«Cuando os arresten, no os preocupéis»
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