Nacho Uría
La mitad de nuestros males proceden de no poder estar solos. La otra mitad de no saber estarlo. Con esto no quiero decir que la soledad involuntaria sea buena. No, no. Eso es aislamiento y desgasta y mata el alma y los afectos.
Me refiero más bien al don de estar apaciblemente solo. Sin ruido. Sin prisa. A la invencible sensación de tener el tiempo en las manos y sentir como se escurre, cómo se desliza y desaparece sin dejar rastro.
En estos días nuestros, severos y atropellados, la soledad es un lujo al alcance de pocos y percibirlo es un don de menos. Todo nos empuja, sin piedad, en sentido contrario, por eso la lentitud y el sosiego cotizan a la baja en el bazar moro que se ha convertido la vida.
Para una rica soledad
Hay mil maneras de estar solo. Eso lo descubrí con Eloy Sánchez Rosillo, poeta tranquilo, y el libro del mismo título con el que ganó el Adonais hace tres décadas. La soledad es, desde entonces, algo necesario, un tiempo de espera y también de plenitud.
Estar solo para sentarse en un parque y ver la vida pasar y saludarla mientras se aleja. Estar solo para leer de nuevo aquel viejo libro que tanto dijo. O para catar un vino joven que promete y cumple. Estar solo y echar a andar sin saber adónde ir y permitir a los pies que elijan la senda correcta. Estar solo para crecer hacia dentro, para librarse de la tensión de una familia excesivamente cercana y numerosa o para alejar la neurosis de un trabajo monótono y mal pagado. Estar solo, en fin, para no hacer nada que no sea estar solo y pensar. O rezar, si es que eso ayuda. Ni más ni menos.
Antaño la soledad era algo cotidiano. Entonces la vida pasaba con otro ritmo, más humano, más exacto. Los días eran largos, como los de un niño en verano. Hogaño no. Ahora hay que correr, acelerarse, hacer más cosas. ¿Más cosas? Quizá lo único urgente sea hacerlas mejor. Con pausa, con sentido, con el oficio del que ya ha visto mucho y quiere apurar la vida que le resta. ¿Apurar? No, apurar no, degustar, sin prejuicios.
Los hijos...
Hoy falta tiempo para maravillarse con lo pequeño porque la realidad nos aturde y nos aleja de nosotros mismos. Vivimos un exilio forzado y en nuestra demencia inculcamos la prisa a nuestros hijos, que sobreviven como pueden en medio de cursillos absurdos (inglés y tenis, a ser posible al mismo tiempo), competiciones necias y modas extravagantes (como las clases de chino mandarín).
Algunos padres dicen –y otros se lo creen– que hay que prepararlos para el futuro, pero me temo que ese futuro será de psiquiatras y lexatines. El porvenir, que ya es presente, es de niños hiperactivos y desgraciados, que saben elegir un hierro o una madera de su bolsa de palos de golf, pero que el único conejo que han visto en su vida se llama Bugs Bunny.
Otro gallo nos cantaría si fuéramos capaces de no planificar nada y que esa decisión no nos provocara ansiedad. Si encontráramos el tiempo para estar con nosotros mismos, aún a riesgo de no gustarnos, solos con nuestra soledad. Si cayéramos en la cuenta de que a menos velocidad, más felicidad. Si durmiéramos las horas necesarias, si aflojáramos el ritmo, si apagáramos el móvil.
Quizá entonces la vida volvería a ser vida y no una carrera de obstáculos. Simplemente vida.
iglesia.org
domingo, 2 de agosto de 2009
Maneras de estar solo
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