«Misionar» no es un orgullo, sino el testimonio de la humildad capaz de sobrepasar el miedo.
¿Por qué hay que proclamarlo a los demás?
En este punto me encuentro con reacciones contradictorias. Por un lado, la admiración llena de asombro y de inquietud:
«Dónde encuentra usted el coraje para "misionar?”
-¿Cómo hay que reaccionar cuando se burlan de uno?
-¿ Cómo le reciben a usted?
-¿Por qué nos da vergüenza hablar de Dios?
-¿Qué responde usted cuando se compara al catolicismo con una secta?»
Por otro lado, preguntas llenas de desconfianza:
«¿Qué espera de nosotros al venir aquí?
-¿Qué quiere hacernos creer?
-¿Qué busca viniendo aquí?
-¿No son tremendamente fanáticos vuestros testimonios?
-¿Forma usted parte de los nuevos fariseos que muestran su fe públicamente, en vez de vivirla humildemente?
-¿No es usted demasiado ambicioso?
-¿No tiene el sentimiento de luchar por una causa perdida?
-¿No forma usted parte de una secta?»
La evangelización puede, a veces, encontrarse con resistencias y con mecanismos de defensa. También es verdad que la evangelización pertenece al núcleo del cristianismo, porque la fe no anuncia una opinión facultativa, sino La Buena Noticia, el Camino y en definitiva, la Salvación. Guardar la felicidad para uno mismo sería egoísmo. No luchar por la salvación de los hombres, un crimen culpable de pena por no asistencia a persona en peligro. En ambos casos, sería una incomprensión total de la persona y del mensaje de Jesús, que quedaría reducido a un gurú más, de tipo medio, en la galería de los sabios religiosos. Ser apóstol no brota del fanatismo, sino que es el fruto de una convicción a la vez serena y ferviente. «Misionar» no es un orgullo, sino el testimonio de la humildad capaz de sobrepasar el miedo. Los jóvenes que te escuchan no son comerciantes imbuidos de las técnicas de marketing... Si les vieses rezar de rodillas, antes de empezar la reunión, seguramente lo entenderías mejor. Se acercan a ti con las manos vacías (Hechos 3,6). Son tan vulnerables ante ti, como tú ante ellos (4: Mientras estaba escribiendo este libro, me invitaron a dar una charla a trescientos jóvenes en un parroquia de París. Y me encontré absolutamente vacío. Había garabateado unas cuantas ideas en un papel, pero no sabía cómo llegar hasta esos desconocidos. Entonces, durante la misa que precedió, recé como un chaval..., y todo salió a las mil maravillas).
Si brota algo de tu corazón, hay que atribuírselo a Dios y no a ningún tipo de «magia». Si así fuese, no les reproches nada; Simplemente da gracias a Dios con ellos de la alegría reencontrada. En cuanto a hablar de «ambición» y de «causa perdida», díselo al mismo Jesús, porque el es el Dueño de la misión. Te responderé que conoce bien esta reflexión, porque se la hicieron cuando estaba en la Cruz...
De lo que sí quiero hablarte es de la palabra secta, que suele utilizarse sin haberla definido. A mi juicio, puede tener cuatro acepciones.
La secta como voluntariado
A principios de siglo, un sociólogo alemán opuso la secta a la Iglesia. Para él, la secta es un grupo integrado por miembros absolutamente voluntarios y que se han convertido individualmente sin beneficiarse de una tradición anterior, como la tradición familiar. Aquí, la fe viene desde arriba, verticalmente sin transmitirse horizontalmente a través de una formación continuada. Así pues, la secta nunca es anterior a sus miembros y en ella todo es inestable y todo se improvisa constantemente bajo la acción imprevisible del Espíritu. Por el contrario, la Iglesia es una institución que posee una fuerte consistencia que envuelve a sus miembros, aunque no tengan una fe viva. Los fieles pertenecen a ella, pero sin componerla realmente, porque la Iglesia existe antes que ellos. La fe nace aquí, no de una conversión en sentido estricto, sino de una tradición familiar y catequética que asegura una vaga continuidad, sin que tenga que ser asumida a la fuerza por los individuos. La secta engancha, la Iglesia habitúa.
Esta distinción que, vista por encima, puede parecerte bastante exacta, examinada en profundidad, es falsa y cada vez lo será más, porque el mundo moderno hace la vida imposible a los habituados y acomodados, como tú sabes muy bien. Es verdad que la Iglesia es una institución y la familia también, y que ésta prepara para aquélla. Pero la educación no intenta formar seres rutinarios, consumidores ocasionales; intenta, más bien, construir hombres convencidos y convertidos desde el mismo seno de su fe. En tiempos difíciles, el margen entre la secta y la Iglesia tiende, pues, a reducirse cada vez más. El único cristianismo que conserva su atractivo es el del voluntariado, cualquiera que sea su forma. Tanto en la Edad Media como
en la actualidad, las sectas aparecen cuando la Iglesia está en un momento de decadencia. Si la Iglesia vuelve a ser una Iglesia viva y vigorosa, no hará falta buscar fuera lo que hay dentro.
La secta como convicción
La gente de la calle suele llamar sectarios a los creyentes convencidos de que «misionan» en público, sin miedo. Intervienen, pues, aquí dos elementos: el testimonio dado fuera de los lugares eclesiásticos y de una manera decidida que interpela a la gente. El asombro de la gente significa sencillamente que la Iglesia se reencuentra periódicamente con esos audaces que siempre ha tenido en su seno ya los que, a veces, ha abandonado por falso pudor, por vergüenza o por respeto humano. En efecto, San Pablo, San Francisco, Santo Domingo, San Ignacio y otros muchos hablaron de Dios en las plazas y por los caminos. ¡Y no eran miembros de ninguna secta! Lo que pasa es que nuestros contemporáneos nunca habían visto tales prácticas en el seno de la Iglesia y califican de sectarios a los católicos que vuelven a conectar con su tradición.
Muchos católicos critican estos métodos de evangelización, porque, a su juicio, corresponden a otras épocas y la modernidad ya no los soporta. ¡Se dice pronto! La verdad es que ya no estamos en la estrecha modernidad de hace dos o tres decenios, sino en una nueva modernidad individualista que autoriza la manifestación de cualquier idea o de cualquier valor. Sería ridículo que, ante esta nueva modernidad, el cristianismo permaneciese escondido. La nueva evangelización debe volver a sentar sus reales en calles y plazas, así como en los medios de comunicación y en el mundo de la informática.
El asombro de la gente se explica, en parte, por la sorpresa que produce en ellos esta forma de evangelización a la que no están acostumbrados, así como por el miedo que hace presa en la sociedad que vuelve a descubrir que la Iglesia, cuyas exequias no cesan de anunciarse, está bien viva. La palabra secta expresa, pues, a la vez el asombro ante lo inhabitual y el temor ante la insurrección espiritual. Ambas cosas se sienten no sólo fuera de la Iglesia; si no también dentro, por parte de esos pensadores que preconizan un enterramiento de la fe parecido a una inhumación sin flores ni coronas. ¡No escuches los cánticos de un mundo secular que intenta convertirse en cementerio de una Iglesia muda y escondida! Se equivocan los que así piensan. Y, como no quieren reconocerlo, intentan amedrentarnos con la etiqueta infamante de secta y de sectarismo. ¡No te dejes impresionar por estos obsesos del suicidio colectivo!
La secta como doctrina pesimista
A lo largo de toda la historia de la Iglesia, las sectas se han inspirado, a través de una mala comprensión del Apocalipsis, en una concepción pesimista del mundo, un mundo radicalmente impuro e irremediablemente condenado. De ahí que proclamasen el rechazo de las instituciones, la inminencia de la catástrofe final y el reducido número de los salvados. Estos son sus tres componentes principales.
Si esto es así, ¿cómo se puede afirmar que la Iglesia es una secta sin cometer un grave error? La fe católica combate el pecado, pero no a la sociedad en cuanto tal ni a ninguna de sus legítimas instituciones. La fe está preparada para el retorno del Señor, pero sin establecer calendario ni cuenta atrás alguna. Y, sobre todo, la fe no duda un instante de la misericordia divina ni del crecimiento de la Iglesia, previsto ya por Isaías (Isaías 54,2-3). También Pablo abría su corazón a los Corintios y les confesaba: «entre nosotros no estáis estrechos; sois vosotros los de sentimientos estrechos» (2 Corintios 6,11-12).
Quizás estés pensando que también las sectas practican la misión. Es cierto, pero el objetivo de nuestra misión no es modificar el numerus clausus de los ciento cuarenta y cuatro mil salvados, ni dotar de agresividad a los misioneros y asegurarles una victoria arrolladora en un concurso elitista. Esta no es la manera de evangelizar que Jesús preconiza cuando envía a sus discípulos por todo el mundo (Marcos 16,15-16), «pues el quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de Dios» (1 Timoteo 2,3-4).
La secta como grupo deshonesto
En el sentido más siniestro de la palabra, la secta es un grupo con métodos detestables, con convicciones contrarias a los derechos del hombre, y perseguidas por la ley. Muchos padres se quejan de que estas organizaciones secuestran literalmente a los jóvenes, ejercen sobre ellos violencia psicológica para convertirlos en adeptos sumisos, y les retienen mediante amenazas que pueden llegar incluso a inspirarles el suicidio ritual, arrojándose al metro, por ejemplo. Sin hablar de la explotación financiera destinada a enriquecer al idolatrado fundador.
No veo, en la Iglesia católica, algo que pueda parecerse, ni siquiera de lejos, a estas maniobras. Cesa, pues, de llamar sectarios a los apóstoles de Jesús, que no hacen más que proclamar su mensaje con un respeto total a la libertad de conciencia. ¡Libertad muy querida también en nuestra Iglesia, que no quiere suprimir en su seno lo que no cesa de reclamar para los otros!
André Manaranche
Libro preguntas jóvenes a la vieja fe
sábado, 23 de julio de 2011
¿Por qué hay que proclamarlo a los demás?
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